Desde la galería

Rojo.

Algunos cascos se quedan mirando la extraña fachada. Desde la galería se escucha como las motos empiezan a dar gas nerviosamente. Un niño en el asiento trasero de un 4×4 pega la cara al cristal mirando hipnotizado hacia donde estoy.

Verde.

Primero salen las motos lanzadas y después los coches. Los pilotos se vuelven a concentrar en su carril. El pequeño ha dejado un rastro de babas y de vaho en la ventana y ahora me mira desde la luna trasera medio guiñando el ojo por el sol.

De una vespa color chicle con más espejos retrovisores de los necesarios se apea una pareja de novios coreanos. Él viste con una levita un poco corta por la que asoman los puños de la camisa. Ella luce kitsch y espléndida de blanco y con el ramo. El fotógrafo que les esperaba compone la imagen haciendo ángulos rectos con las manos: ellos a un lado y, en primer plano, la moto; el edificio sinuoso desde donde les miro queda de fondo y al otro lado del encuadre.

Ahora el semáforo se pone verde para los peatones. Un grupo de turistas norteamericanos, a juzgar por sus vasos de Starbucks y por su manera de caminar, cruza la Diagonal en dirección a la Sagrada Familia siguiendo la banderita que porta su guía. Levantan la vista hacia los balcones curvados recubiertos por un andamio y una red de seguridad tan tensa que, embutida en ella, la casa parece un enorme anuncio de jamones.



La “gacela del Serengueti”, que es como ya se la conoce en el estudio, va por el carril bici con su Brompton, que abulta menos que su espectacular melena afro. Algunas veces alarga el cuello hacia el interior de la galería, otras, pasa abstraída en sus pensamientos.

El lugar donde la calle más larga de Barcelona se cruza con Aragó y Sicília es una vasta planicie asfaltada en donde se han pintado pasos de cebra, líneas continuas y advertencias al peatón.

A siete metros de altura me siento como el capitán en la proa del barco viendo saltar a los delfines. Aplauden y luego de engullir un trozo de sardina se sumergen en el mar de brea.

A finales de 1923, la marea de la ciudad ya había rebasado este punto y el Eixample se construía a toda pastilla a escasas manzanas de distancia. En la esquina vacante, Jujol dibujaba el tercer proyecto para Evelí Planells en una parcela cada vez más pequeña debido a las estrecheces económicas del promotor. En 1926, dejaba la obra inacabada por desavenencias con el cliente; abandonaba, tras morir Gaudí, los cercanos trabajos de la Sagrada Familia y hacía planes para casarse con su prima Teresa.

Desde entonces la casa ha tenido una historia peculiar, con episodios tan misteriosos como las visitas regulares del obispo franquista Gregorio Rodrego que coincidían con la instalación de bidets en todas las habitaciones de la finca, o tan recurrentes como los de los diferentes arquitectos que instalaron sucesivamente sus estudios o viviendas en ella.

Los últimos llegamos al principal la pasada primavera pero todavía no hemos acabado de ocupar totalmente el espacio. Primero despojamos las paredes de las capas de desidia superpuestas. Antes de pintar y reparar retiramos con nuestras propias manos casi cinco toneladas de escombros entre pavimentos porcelánicos, pintura gotelé y la maraña de cables grapados. Debajo, aparecieron los pavimentos originales, los restos de viejas carpinterías cegadas, delicados detalles de escayola y las marcas que dejaron los famosos bidets en el suelo.  Tras nuestra conquista nos vimos obligados de nuevo a retroceder y abandonamos la galería cuando la apuntalaron por una patología estructural.  Ahora esperamos la restauración del edificio para reconquistar nuestra atalaya y puente de mando.

Festina Lente, Editorial Tenov, CandiReyes y frediani[arquitectura] son las batallas que Space Invaders! libramos diariamente en este dúplex de 120 m2 construido en una parcela de 87 m2. Arquitectos, historiadores del arte y estudiantes de la ETSAB trabajando en una obra de Jujol que nos atrae por diferentes motivos.

Y por trabajar en ella, por ser sus habitantes, nos parece ahora una entidad diferente de la obra de arquitectura que admirábamos como estudiosos o simples peatones.

Según pasaban los días empezamos a notar la distorsión de las medidas del espacio. La casa Planells se experimenta como una matrioska al revés. Dentro de una muñeca pequeña descubrimos que cabe una más grande y así sucesivamente. Todavía no entendemos como fue posible subir una enorme nevera alemana por la escalera de caracol que en algunos puntos tiene apenas 75 cm de anchura. Ya dentro de nuestro principal subimos y bajamos al y del altillo por una escalera de 53 cm de ancho como si tal cosa. La cocina, por suerte para nuestro gigante bávaro, está al mismo nivel que la entrada.

Los interiores parecen esculpidos por una antigua corriente subterránea, o desgastados con precisión por el movimiento histórico de multitud de cuerpos. Es imposible decir si Jujol los dejó tal como los encontramos o si responden a instrucciones implícitas en la forma. De alguna manera, la Planells parece haberse ajustado a las variadas costumbres de sus habitantes. Uno no se desplaza por un espacio diáfano, sino que más bien progresa por un ambiente compensado y homeostático. Después de varios meses de exposición a sus muros, creemos haber descubierto finalmente el truco: las medidas de la casa se ven afectadas por la velocidad y dirección del movimiento circundante. La fachada, así, cambia con el tráfico, no hay más que fijarse en las fotografías de los años veinte y compararlas con el estado actual de la edificación. Se trata de un fenómeno parecido al que sucede cuando llevamos vaqueros. El denim se va conformando con la flexión de nuestras piernas y cintura y la prenda se convierte poco a poco en un nuevo límite natural, en una nueva frontera corporal.

Varias de las estancias de la casa rozan los cuatro metros de altura, mientras que las que se desdoblan en dos plantas no llegan a los dos. Si todavía no me he dado es sin duda gracias a este ajuste fino, que funciona admirablemente incluso con los movimientos descoordinados de mi cuerpo de algo más de uno noventa.

Las tres habitaciones que dan hacia la Diagonal suman más superficie de ventana que de suelo. Sus viejas cristaleras llegan hasta el techo y, al abrirse, el antepecho nos llega a las rodillas. Sentados ante la pantalla del ordenador, tomando un café o dibujando, la experiencia del paisaje urbano es total. Lo que más se acerca al panorama de 300° desde la galería es la experiencia del lento despegue de un globo aerostático.

Cuando empieza a llover la galería funciona como una veleta. El viento viene exactamente en dirección opuesta a la ventana en la que las gotas de lluvia dejan marcas verticales. En los flancos dejan rastros inclinados. Más allá permanecen secas. El espectáculo de una tormenta nos deja mudos. Casi notamos como se nos mojan los zapatos: nos hallamos en el recinto más parecido a un paraguas abierto.

En verano la brisa atraviesa todo el espacio como si se tratara de una pérgola. Si no queremos que salgan volando más planos por las ventanas, pronto habremos de recuperar los pequeños huecos de ventilación en los zócalos y las persianas proyectantes originales que, de manera sencilla, daban a este espacio un efectivo control térmico, y que, cuando apretaba el calor, hacían que la galería vista desde la calle pareciera definitivamente un paraguas desplegado.

En la casa Planells se experimenta algo difícil de vivir en un espacio contemporáneo. Parece que el propósito de la forma no tiene tanto que ver con el arquitecto como con el habitante. Eso es algo que nos hace sentir bien, incluso a los arquitectos de la casa. El estilo, así, no parece más que una manera de redondear con educación las atenciones y cuidados cotidianos que facilita su arquitectura. El lugar es generoso con nosotros pero, a diferencia de un espacio moderno, también nos exige o educa de alguna manera; no es neutro a nuestra acción, sino que la orienta discretamente hacia una determinada dirección, sin imponerse, con suavidad.

En cierta manera la configuración “en bucle” del principal, sus espacios rotando de dentro hacia fuera, conectados iterativamente y su lógica deductiva en la que unas cosas se muestran giradas a través de otras cosas interpuestas estimulan una suerte de conexión paralela en nosotros. Tenemos la impresión de que los diferentes niveles de la experiencia consciente de la casa “nos adiestran” en enfocar nuestros problemas y vivencias de una manera similar. Aprendemos por analogía a ver unas cosas a través de otras, a pensar “en espiral”, recirculando, adquiriendo poco a poco conciencia de la conexión entre las diferentes esferas que se superponen en nuestro comportamiento y que siempre nos ha costado tanto distinguir. Nos entrenamos a separar lo que nos pasa de lo que hemos aprendido que nos pasa. Practicamos cómo diferenciar lo que nos dice nuestra educación de lo que nos susurra el bicho que tenemos dentro.

El altillo se precipita sobre el recibidor como la cascada de un pequeño manantial.  El arco que describe la barandilla se prolonga en el techo y marca el límite de la crecida. La puerta de la habitación que da a la pequeña galería lateral está coronada por una ventana verde y elíptica como el halo de una madona de escayola. Su luz no viene del interior del cuarto, sino que se deja caer mágicamente desde lo más alto, desde el altillo. “Fuera”, en medio de la galería donde todavía vemos llover, está el desagüe en donde se arremolina la corriente; el pilar-vórtice que hace girar toda la casa y que ha dejado a la Diagonal diagonal para siempre.

Para un arquitecto “ambientador” como Jujol el espacio arquitectónico significa algo distinto que unas modernas y neutras páginas en blanco listas para ser garabateadas por el habitante con sus experiencias cotidianas. Puede, como ya puede deducir el lector, contener una vida y una acción “previas”. Es posible incorporar en él el eco formal de acciones, recuerdos y experiencias anteriores. Una disposición ajena que los habitantes haremos nuestra cuando nos interese. Respiraremos aire en el espacio, pero no respiraremos aire neutro, sino “perfumado” o polarizado con una capacidad latente. A esta especie de aire modificado lo llamaremos, para entendernos, ambiente o atmósfera.

Si este ambiente o atmósfera está muy cargado, posiblemente interferirá con nuestro libre albedrío de un modo limitante. En este caso nos sobrecogerá y podrá llegar a inhibir nuestro habitar cotidiano tal y como tal vez ocurre en algunas de las obras de Gaudí. Si el ambiente es más ligero, si se parece más a una proposición o a una interrogación, si es como un excitante juego con equilibradas reglas o una invitación elegante y discreta, dicha atmósfera podrá jugar el papel de interfaz, de habilitador, inspirador y potenciador de la narración vital.

Jujol, en cuanto que habitantes de su obra, nos considera amigos y desea nuestro bien. Llinàs se pregunta qué atractivo tiene la imperfección de su trabajo que no contenga la perfección que perseguimos los demás en el nuestro. La respuesta puede radicar en que tal vez Jujol no persiga hacer las cosas bien tal como los arquitectos honestos procuran, sino que intenta hacer “el bien con las cosas” que es algo distinto. Lo importante es la demostración de afecto espontáneo y entiende que no tiene que poner en el jarrón la rosa más perfecta, sino que puede ser más efectivo dejar sobre la almohada una flor silvestre arrancada por nosotros.

El bienestar es básicamente estar-bien, estar de acuerdo con el lugar. Para conseguirlo hemos de poder relacionarnos de manera efectiva y positiva —¿afectiva?— con el ambiente. A diferencia de tantos arquitectos, Jujol no considera al habitante un potencial admirador de su arquitectura ni entiende de “volúmenes bajo la luz”, sino que piensa en un sujeto activo y con voluntad propia con el que es posible comunicarse.

Anochece y, mientras sigue lloviendo, el semáforo vuelve a cambiar. Los faros en el suelo mojado tiemblan con una ráfaga de aire. Primero salen las motos, después los coches. Mi aliento ha dejado vaho verde en la ventana. Un señor bajito y con sombrero hongo cierra su paraguas y continúa caminando empapado por la avenida.

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