El discreto encanto del “espacio público”

La ciudad es un objeto espacial que ocupa un lugar y una situación […], es una obra, [su] espacio no está únicamente organizado e instituido, sino que también está modelado, configurado por tal o cual grupo de acuerdo con sus exigencias […], su ideología.

Henri Lefebvre (1976 [1972]: 65)

El espacio público ha llegado hoy a representar uno de los conceptos más controvertidos en el estudio de la ciudad y, a la vez, un término largamente estandarizado que debe su éxito al uso que han hecho de él muchos políticos, arquitectos y urbanistas de prestigio internacional a lo largo de las últimas décadas. El uso generalizado del término “espacio público” como categoría pura y exenta de su naturaleza conflictiva, entendería este concepto a partir de la completa anulación de su connotación política y económica. La reciente explotación institucional de esta expresión parece ser sistemáticamente asociada, no tanto con una moralidad, sino más bien con la legitimación de aquellas políticas urbanísticas de corte clasista promovidas al fin de perpetuar determinadas formas de vivir, pensar y habitar la ciudad. Formas, sobre todo, de hacer ciudad que acaban siendo verdaderas prácticas y representaciones de la misma ciudad en sí, dirigidas a plasmar las experiencias subjetivas de los usuarios del espacio en términos de obediencia política y consumo comercial formalizado. Todo esto configura, y al mismo tiempo justifica, la actual lógica de mercado a la cual la fusión neoliberal entre lo público y lo privado ha sometido la ciudad contemporánea y su espacio urbano.

La acelerada urbanización que, a lo largo de las últimas décadas, ha caracterizado las prácticas de gobernanza política, no constituye un fenómeno sui generis respecto al actual contexto político-económico de la ciudad, sino la evidencia de su propia vinculación directa al desarrollo del capitalismo neoliberal y sus violentas operaciones urbanísticas de desposesión generalizada del bien común (Harvey, 2003; Caffentzis, 2010). Se trata de un proceso que consiste en el uso de métodos de la acumulación capitalista originaria para mercantilizar ámbitos hasta entonces cerrados al mercado, y que se realiza mediante diferentes prácticas: la privatización, la financiarización, la gestión y manipulación de las crisis, las redistribuciones estatales de la renta, así como la privatización de empresas, de servicios públicos y de la más amplia propiedad comunal. Sin embargo, tales prácticas necesitan también autolegitimarse. Es justamente por este propósito que el capitalismo tardío exige comportamientos obedientes y amoldados al orden vigente en temas de “civismo” y “ciudadanía”.

Todo ello es generado y mantenido mediante una retórica de igualdad que se materializa en un “espacio público de calidad”, es decir, un espacio que tiene que ser absolutamente rescatado de la conflictividad, del movimiento descontrolado, de la agitación intrínseca a todo “usuario”, un espacio sin desobediencias (Delgado, 2011). El proceso de desposesión capitalista se convierte entonces en una colosal maniobra de remoción y expulsión, de desalojo —nunca mejor dicho—, de los elementos constitutivos del espacio. De lo contrario, resultaría muy difícil —cuando no imposible— realizar su operación de compra-venta por parte del urbanismo neoliberal. Aun así, no se trata de eliminar el espacio urbano como tal, sino de privarlo de su atributo vital, de lo urbano: anonadar su agitación, limitar su reproducción sociocultural, controlar su movimiento incesante, negar sus relaciones, domar sus deserciones, racionalizar sus usos y acceso. Se produce así un espacio urbano sin lo urbano, ocultado por parte de los saberes técnicos oficiales, criminalizado por las autoridades y reprimido por las instancias de poder y sus retóricas. En una palabra, un espaciodesconflictivizado, que no es sino lo que hoy día solemos concebir y describir como “espacio público”.

Sin embargo, se hace cada vez más difícil hablar de “espacio público” sin adoptar una perspectiva que considere el uso del espacio, no solo como una estrategia y/o técnica de poder y control social, sino también como una manera de ocultar estas mismas relaciones. Gracias a las más recientes aportaciones de las ciencias sociales, hemos empezado a entender el espacio como una estructura, o mejor dicho, como un marco estructural donde tiene literalmente lugar la producción, reproducción y apropiación del propio espacio por parte de los individuos que lo practican, lo experimentan física y sensorialmente (Low y Lawrence-Zúñiga, 2003). En tanto que fenómeno social producido y reproducido por las prácticas diarias de cada persona, el espacio requiere ser entendido como un proceso social constantemente en curso y repleto de significados. Un espacio invariablemente dinámico que siempre será, por encima y más allá de las estandarizaciones de muchos urbanistas, arquitectos y planificadores, objeto de su propia configuración y uso por parte de los sujetos que se mueven en él (Delgado, 2007). En definitiva, si la ciudad es un objeto, lo urbano es pura vida. Si la ciudad es sustancia y esencia, lo urbano es espontaneidad y relación donde la existencia recíproca de diferentes formas de concebir y usar el espacio lleva a la generación inevitable de los conflictos.

A raíz de esta perspectiva, el espacio no puede ser entendido como un objeto estático atrapado en su forma arquitectónica, sino como un proceso intrínsecamente dinámico y, por lo tanto, sujeto a todo tipo de contradicción, recorrido por un sin fin de conflictos y repleto de ideologías y relaciones de poder. Esto implica el reconocimiento de la existencia de las experiencias tanto individuales como colectivas del espacio y la elaboración de modelos de apropiación espacial antagónicos (Goonewardena, 2011). Sin embargo, parece que el discurso político actual se empeñe en confirmar la conceptualización sublimada de un “espacio público de calidad”, gratuitamente privado de toda estructuración jerárquica, abstraído de cualquier tipo de práctica de dominación, y que no contempla el conflicto ni el consumo, ni mucho menos el control social. Un espacio ilusorio donde sólo cabe la paz, la tranquilidad, la ausencia del conflicto, y que pretende encarnar y materializar cualquier ideal de democracia, civismo o ciudadanía (Delgado, 2011).

En esta dirección, es interesante notar como parte considerable de la literatura clásica sobre el estudio de la ciudad no hace prácticamente ninguna referencia al concepto de “espacio público” tal como hoy se entiende, y en los pocos casos en que este se menciona siempre se usa como sinónimo de plazas, calles o aceras. John Lofland (1985), por ejemplo, concibe el espacio público en mera yuxtaposición al espacio privado, el acceso al cual queda legalmente restringido. En este caso, el espacio público representa, entonces, aquellas áreas de la ciudad a las cuales cada persona en general tiene libre acceso. Erving Goffman (1979 [1971]), en cambio, utiliza el término para referirse a un espacio físicamente cruzado por los individuos que se encuentran casualmente en él, entendido como un espacio de y para las relaciones que se desarrollan “en público”. De ello que el análisis socioantropológico del espacio pase a ser desarrollado en términos de “proceso social”. En este sentido, es significativo que el mismo Henri Lefebvre (1974: 433) utilizara la expresión espacio público en una única ocasión, y justamente para afirmar que lo público como tal no existe sino que queda sistemáticamente organizado bajo la hegemonía de lo privado. Ligado a ello, el urbanismo funcionaría como un conjunto de conocimientos, saberes, prácticas y discursos organizados desde instancias de poder que organizan la ciudad confiriendo al espacio la movilidad económica necesaria para asegurar y mantener su condición de mercancía (Smith, 1987).

Bajo una apariencia positiva, humanista y tecnológica, el urbanismo oculta y disimula tras esta gigantesca operación, sus ambiciones fundamentales de dominio del espacio, esto es, oprime al “usuario” reduciéndolo a mero consumidor del espacio urbano y generador por excelencia de plusvalías. He aquí la neta oposición lefebvriana entre el espacio vivido y el espacio concebido, es decir, entre el espacio de los usuarios y el de los planificadores (Lefebvre, op. cit.). Si el espacio vivido se configura mediante las prácticas y usos del espacio que los individuos hacen en la vida cotidiana, el espacio concebido es, en cambio, la representación de este espacio que está vinculado a las relaciones de poder y de producción establecidas por el orden capitalista. Dicho en otra forma, tenemos, por un lado, el espacio mercancía, concebido y movilizado por instancias político-económicas en tanto que valor para obtener plusvalía, y, por el otro, el espacio vivido, el espacio de la experiencia producido a través de las prácticas, los usos, las relaciones sociales de cada día.

Se trataría de un conflicto entre el uso y el consumo del espacio que no implica necesariamente una negación, puesto que el urbanismo procurará a toda costa ajustar el espacio vivido al espacio mercancía, es decir, los valores de uso del espacio tendrán que subordinarse a las exigencias del valor de cambio del mismo. De ese modo, la lógica de acumulación que busca plusvalías en el espacio, no solo intentará regular el funcionamiento del valor de cambio, sino que pretenderá también definir los deseos y necesidades subjetivas socialmente significativas, así como las prácticas que conforman el espacio vivido (Baptista, 2013). De ese modo, se genera y legitima un espacio concebido al servicio de una ideología dominante y con la ambición de imponerse sobre el espacio vivido, hegemonizándolo mediante discursos que configuran un lenguaje que se presume técnicamente inopinable y moralmente cierto. El espacio concebido se configura, en otras palabras, nada más que como una ideología disfrazada de conocimientos científicos incuestionables que se oculta tras el lenguaje técnico y pericial del urbanismo neoliberal.

Sin embargo, esta retórica obstinada que pretende revelar los supuestos beneficios del espacio público, representa en realidad un instrumento indispensable para desplegar la acción administrativa y el control racionalizador sobre las intervenciones de planeamiento urbano —y no urbanístico—del espacio. Se trata de una herramienta indisolublemente asociada a los procesos de higienización y normativización de los individuos dentro de un campo semántico hecho de discursos y representaciones propias de aquellos saberes técnicos y científicos que materializan un “urbanismo contaminador”. A través de tales discursos, se construye un consenso mayoritario sobre quiénes son los ciudadanos “legítimos” y “normales”, y se llevan a cabo estrategias de segregación espacial, evitaciones simbólicas así como la construcción de la invisibilidad social. Lejos de representar fenómenos exclusivos de aquellas zonas de la ciudad que se conciben como “centrales”, dichas estrategias han llegado hoy a ser aplicadas en las propias periferias urbanas. La supuesta regeneración del barrio del Bon Pastor, en San Andreu, o la del barrio de La Mina, en Sant Adrià de Besòs, son solo algunos de los numerosos casos emblemáticos de cómo los procesos de exclusión y segregación de determinados grupos del uso del espacio serían parte esencial de las dinámicas de pacificación y homogeneización del mismo, necesarias para su desvalorización y/o revalorización en el mercado. Detrás de las retóricas del espacio concebido subyacen, de hecho, representaciones de higiene y moralidad aplicadas aparentemente al individuo (Sennett, 2007 [1994]), pero que en realidad tienen la función de legitimar o deslegitimar formas de vida urbana sistemáticamente consideradas inconcebibles o, más simplemente, improductivas frente al sistema capitalista.

Asimismo, en manos de determinados urbanistas, proyectistas, arquitectos y tecnócratas, estas retóricas se convierten en un instrumento discursivo clave a la hora de que el capitalismo intervenga y administre aquello que siendo presentado como espacio y que no deja de ser simplemente suelo, es decir, espacio inmobiliario, espacio para comprar o vender. La supuesta igualdad de relaciones que implicaría el fantasmagórico concepto de espacio público se ve desacreditada hoy día por una especulación inmobiliaria sin precedentes históricos, un masivo proceso de gentrificación que roza peligrosamente la utopía social, y un control normativo extendido sobre cada tipo de práctica relacional. Pero también por la represión de cada alternativa no solo posible sino propiciable, un dominio institucionalizado de la subjetividad personal y una más amplia explotación capitalista sin escrúpulos de la vida en general (Rabinow, 2003). La práctica y la representación idealizada de un espacio público como algo armonioso, neutral, idílico y libre de inquietud y agitación social llega a ser una mera falacia en una sociedad capitalista donde la lucha de clases representa todavía una realidad cotidiana innegable a pesar de toda tentativa de invisibilizarla.

La violencia urbanística que ha caracterizado las más recientes políticas urbanas desplegadas por el gobierno de Xavier Trias en Barcelona, pone en evidencia esa utopía social de un espacio pacificado y libre de conflictividad social. En este sentido, se hace imprescindible cuestionar las implicaciones reales que dichas políticas tienen con lo urbano a la hora de dar forma a un espacio supuestamente “público”, esto es, a la hora de ser políticas urbanísticas que se pretenden urbanas. La privatización parcial o total de parques públicos como el Park Güell, la fragmentación territorial de Collserola o la implementación de un urbanismo social de fachada como en el caso del Pla Buits, representan procesos cada vez más frecuentes de turistificación y normativización del espacio que apuestan por un uso instrumental y no intensivo del mismo.

Asimismo, el desmantelamiento de Mount Ziono la cierta domesticación de la Flor de Maig en el Poblenou, el desalojo inminente de La Carbonería en Sant Antoni, la vacua y estéril solarización de Vallcarca o la más reciente tentativa de destrucción de Can Vies en Sants, son solo algunos ejemplos, todos ellos en Barcelona, que evidencian la obstinada imposición de un discreto encanto del “espacio público” como elemento represor y fetiche de las retóricas de regeneración en que el mismo se arropa. Sin embargo, no se trata únicamente de una cuestión catalana, ni exclusiva del Estado español. Tenemos ahí diferentes ejemplos de represión por parte de la autoridad en varias ciudades de Brasil, en el marco de la celebración del Mundial de Futbol de 2014 y las Olimpiadas de Río de Janeiro en 2016, o, algo más cerca, los hechos acontecidos en junio de 2013 en el Parque Taksim Gezidede Estambul, en Turquía; la criminalización de la lucha No-TAV en Val di Susa, en Italia; la subasta de la isla de Poveglia en Venecia, etc. Todo ello encubiertamente perpetuado al culto de un “espacio público de calidad”, que, en realidad, no deja de ser sino un mero espacio contra el público.

Bibliografía

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