El viejo cuento del origen

Abrió la ventana y después de un largo suspiro, el archidiácono señaló con una mano la iglesia de Notre-Dame y con la otra el libro abierto sobre su mesa pronunciando unas enigmáticas palabras:

Esto matará a aquello. El libro matará al edificio.

Esta sentencia ponía en evidencia el temor natural que despertaba la aparición de la imprenta y el posible debilitamiento de la fe religiosa, hasta ahora custodiada por la palabra; pero en el fondo, se revelaba un presentimiento más profundo y angustioso: el arte de la impresión reemplazaría irremediablemente el arte de la construcción.

La imprenta mataría a la arquitectura.

Son estas las inquietudes que agobiaban a Víctor Hugo a mediados del siglo XIX, y que relata en Nuestra Señora de París.1

El archidiácono seguramente murió meses después, víctima de un ataque de melancolía, mientras la arquitectura sobrevivía sin sobresaltos hasta nuestros días.

Todo indica que las oscuras premoniciones del religioso no se cumplieron. La imprenta no mató a la arquitectura. Para que eso sucediera, no sólo era necesario que el papel derrotara a la piedra, sino que sobretodo minara nuestra confianza en la solidez de una práctica que ha acompañado a los hombres desde los comienzos de su existencia. Confianza que reposa en la idea que hemos ido tejiendo a lo largo de la historia sobre el origen de la arquitectura. Es este relato, el que custodia celosamente las creencias y certezas que nos permiten continuar ejerciendo la práctica de la arquitectura sin temor a tan sombríos augurios.

Pero, ¿qué pasaría si, de pronto, esta idea del origen de la arquitectura se disolviera ante nuestros ojos? ¿Estaríamos dispuestos a darle la razón al archidiácono, o nos resignaríamos a arrastrar el cadáver de la arquitectura sin atrevernos a admitir que hace años su corazón dejó de latir?

Seguramente no. Nuestra convicción en la idea del origen de la arquitectura es mucho más sólida que la propia materia en la cual formalizamos nuestros proyectos. Esta fortaleza está tan arraigada en nuestras creencias, que su imagen coincide en la imaginación de todos nosotros, como si fuera parte esencial del sentido común.

Esta idea del origen de la arquitectura fue esbozada en aguafuerte durante un verano de 1754, por Charles-Dominique-Joseph Eisen, luego grabada en una pequeña plancha de cobre por Jacques Aliamet y finalmente publicada en París, a comienzos del año siguiente, en la segunda edición del Ensayo sobre la Arquitectura, por su editor Nicolas-Bonaventure Duchesne. Y es muy posible que el autor del texto, el para entonces exjesuita, Marc-Antoine Laugier, fuera ajeno a ello.



La imagen impresa mide 15,8 centímetros de alto por 9,5 de ancho y es la reproducción más popular en toda la historia de la arquitectura. No hay libro de arquitectura que no se resista a incluirla en el repertorio de sus ilustraciones.

En principio no cabe duda de que se trata de la ilustración del relato que Laugier nos ofrece en el primer capítulo del Ensayo: la cabaña primitiva es el resultado de la industria del primer hombre, que con su ingenio modifica la hostilidad del medio natural para darse un abrigo. Una humilde cabaña que no obstante marca el inicio del más noble oficio y que con el tiempo se convertirá en modelo de toda la arquitectura.

El hombre en sus primeros orígenes, sin otra ayuda, sin otra guía que el instinto natural de sus necesidades, quiere un lugar para asentarse. Ve un prado junto a un tranquilo arroyo; el fresco césped agrada a su vista, la tierna pelusa le invita. Se acerca, y recostándose sobre los brillantes colores de esta alfombra, piensa sólo en disfrutar en paz los dones de la naturaleza; no le falta nada; no desea nada; pero el calor del sol empieza ahora a molestarle, y se ve obligado a buscar un refugio. Un bosque vecino le ofrece la frescura de su sombra y corre a ocultarse en su espesura; está contento de nuevo. Entretanto, mil vapores que se habían alzado en diversos lugares se encuentran y unen; gruesas nubes oscurecen el cielo, y una temible lluvia descarga en torrentes sobre el bosque delicioso. El hombre, inadecuadamente protegido por las hojas, no sabe cómo defenderse de esta incómoda humedad que parece atacarle por todos lados. Al fin ve una cueva; se desliza dentro y, al encontrarse al abrigo de la lluvia, se complace en su descubrimiento. Pero nuevos defectos le hacen desagradable también este alojamiento: vive en la oscuridad, ha de respirar un aire malsano. Deja la cueva decidido a compensar con su industria las omisiones y los descuidos de la naturaleza. El hombre quiere una morada que le albergue, no que le entierre. Algunas ramas desgajadas que encuentra en el bosque sirven para sus fines. Elige las cuatro más fuertes y las coloca perpendicularmente al suelo para formar un cuadrado. Sobre estas cuatro apoya otras cuatro transversales; sobre estas, coloca en ambos lados otras inclinadas de modo que lleguen a un punto del centro. Cubre esta especie de techo con hojas lo bastante gruesas para protegerle del sol y la lluvia: ahora el hombre está alojado. Cierto que el frío y el calor le harán sentir sus excesos en esta casa, abierta por todos lados; pero después rellenará los espacios intermedios con columnas y así se encontrará seguro. La pequeña choza que acabo de describir es el tipo sobre el que se han elaborado todas las magnificencias de la arquitectura. 2

Una mirada atenta bastará sin embargo para perturbar la quietud a la que el grabado nos tiene acostumbrados. Una observación minuciosa de cada uno de sus elementos será suficiente para corroerlo, al punto de colocarnos en la incómoda situación de tener que admitir la presencia de infinidad de detalles inquietantes y la falta total de correspondencia entre la imagen y el texto.

No hay huella del hombre primitivo, no hay corrientes de agua. Los árboles que sostienen la cubierta no son troncos talados y mantienen vivas sus raíces. El punto de encuentro del tronco derecho y las ramas que conforman el frontón es un mero artificio para engañar el ojo del lector. El diámetro del cilindro detrás de la mujer delata su verdadera ubicación con respecto a ella, y las “ruinas” no parecen descompuestas por el paso del tiempo. Sin embargo, el mayor desconcierto, proviene del minúsculo dedo índice de la mano izquierda del pequeño ángel que, apenas perceptible, indica hacia la construcción.

Sin embargo, nuestra fe en el significado de esta imagen ha reposado siempre en el gesto del brazo de la mujer, aparentemente señalando la cabaña. Reconocer que no es ella sino el ángel quien la señala, nos obliga a remitirnos al año 1753, fecha de la primera publicación del Ensayo. Las diferencias entre ambas ediciones son reveladoras. La mayor sorpresa resulta del descubrimiento de la ausencia del grabado en la primera edición.

¿Qué motivos entonces llevaron a incluirlo dos años después?

En la segunda edición, Laugier nos advierte que la obra fue revisada, corregida y aumentada con un diccionario de términos y algunas planchas que facilitan la explicación, pero guarda silencio sobre la inclusión del grabado, sobre las razones de una virulenta respuesta dirigida a Amédée-François Frézier, sobre las duras reservas que tiene hacia Yves la Font de Saint-Yenne y Charles-Étienne Briseux, quienes se atrevieron a llamar la atención sobre la banalidad de su libro.

La verdad es que el “éxito” obedeció más a los escándalos que suscitó en medio de la sociedad ilustrada parisina, que a las ideas de arquitectura que allí aparecen.

El motivo central del enfrentamiento, gira en torno a la firme convicción de Laugier en la existencia de una belleza esencial, y a la denuncia que hace de los males que genera la creencia en una belleza arbitraria, responsable de los peores caprichos del prejuicio humano y de los etéreos cambios de la moda que acompasan las costumbres de una nación. Prueba de estos desmanes es por ejemplo la preferencia en el uso de la pilastra sobre la columna. El antídoto a estas desmesuras, tan propias del Barroco, se encontraría en la sumisión de todo proyecto de arquitectura a tres dóciles principios: la columna, el entablamento y el frontón. Con ello, se restablecería el orden perdido y recuperaría la armonía del mundo clásico, porque:

En las partes esenciales residen todas las bellezas; en las partes introducidas por necesidad residen todas las licencias; en las partes añadidas por capricho residen todos los defectos.3

Duchesne, hábil negociante decide aprovechar el escándalo para adornar una segunda edición con el grabado y triplicar su precio de venta, empresa que fracasa estrepitosamente. El grabado ilustra estas situaciones, y lejos de recrear las fantasías sobre el origen de la arquitectura, responde visualmente a las imputaciones de que fue víctima el abad. La escena representa el tema religioso de la Anunciación (en este caso de una nueva arquitectura), y le devuelve así el papel protagónico a la columna.

El elemento organizador del grabado es la columna que divide la composición en dos espacios. El lugar de la revelación y el lugar de lo revelado. La escena relata la experiencia bajo la cual el espíritu de Laugier, luego de un penoso errar, agobiado por la duda y la falta de discernimiento, ve revelarse ante sus ojos los verdaderos principios de la arquitectura.

Al comienzo todo es niebla y confusión. Con dificultad y en medio de la bruma, un árbol se distingue en medio del paisaje. Cerca de nosotros se dibujan las siluetas de unas hojas de acanto, mientras que en el borde derecho yacen amontonados los fragmentos de una construcción. No hay forma de franquear la distancia entre el árbol y las piezas de arquitectura, hasta que un cilindro de piedra se dispone en medio, inaugurando la relación entre ambos. Se trata de una futura columna, aún sin acanalar.

El espíritu de Laugier, bajo la apariencia de un pequeño genio, se ilumina al ser testigo de la aparición del eslabón que liga naturaleza y artificio: ¡la columna es el principio rector de la arquitectura!

La erección de la columna desencadena la construcción en sus elementos más esenciales. Cuatro troncos encierran un círculo en el cuadrado dibujado por cuatro ramas horizontales. Sobre ellas otras ramas se encuentran en un mismo punto para dar lugar al triángulo. La figura representa los principios generales de la arquitectura: columna, entablamento y frontón. Todo lo demás no son sino licencias a evitar y sobre todo caprichos a condenar.

La mujer –personificación de la arquitectura–, apoyándose en los fragmentos que habrán de recuperar el orden lógico de su composición, responde a los interrogantes de Laugier, imitando con el gesto de su brazo el momento de la creación del mundo. La forma del fondo no es una cabaña, sino un templo.

El grabado es el relato dibujado del discurso del abad sobre la belleza esencial y la propuesta que hace en su libro del modelo a imitar para alcanzar la magnificencia de la arquitectura y realizar los más bellos monumentos: la Maison Carrée de Nîmes.

Una interpretación semejante del grabado revive los temores del archidiácono. La idea del origen se disuelve en la bruma, porque pone ante nuestros ojos, no una cabaña sino un templo. No es un relato sobre el origen, sino la anunciación de un porvenir deseado.

Darle la razón al archidiácono nos obliga a la destrucción de la pacífica coexistencia de los dos mitos constitutivos de nuestra modernidad: la cabaña primitiva y el buen salvaje. Destrucción necesaria por ser ellos el filtro a través del cual hemos leído el grabado, destrucción que desvanece la confianza que hasta ahora tenemos en la idea del origen de la arquitectura.

Es necesario despertar del letargo y reconocer que, doscientos cincuenta y nueve años después de la aparición del grabado, y ciento ochenta después de la muerte del archidiácono, el origen de la arquitectura no puede pensarse exclusivamente como un hecho arquitectónico.

Pero un otro dibujo puede ayudar a comprender las palabras y temores del archidiácono. Un dibujo que –a diferencia del grabado de Laugier– es mucho más antiguo y se repite desde tiempos inmemoriales en todas las culturas: el dibujo de la casa que hacemos en la infancia.

Sobre una hoja en blanco dispuesta horizontalmente se traza de lado a lado una línea que divide en dos mitades la hoja de papel. La línea trazada inaugura dos partes que quedan diferenciadas y puestas en relación: la parte de arriba y la parte de abajo. Esa línea se llama horizonte, (palabra derivada de huros, límite), y es el punto de encuentro de estas dos partes, que representan en el dibujo por un lado el cielo y por otro lado la tierra. A partir de este punto de encuentro se despliega la dimensión del habitar, bajo el cielo y sobre la tierra.

Entre el borde superior de la hoja y la línea del horizonte trazamos luego una línea ondulante que imita la silueta de una cadena montañosa, en medio, hace su aparición un semicírculo que representa el sol, el nacimiento del día y de la luz. La aparición del sol orienta el dibujo. Sobre las montañas aparecen todos los signos del tiempo –cronológico y atmosférico–, siluetas de pájaros, ejércitos de nubes, algunas estrellas e, incluso, la luna. Lo ausente adquiere también significado: la oscuridad, la noche y por analogía, la muerte.

De la línea de horizonte al borde inferior de la hoja se encuentra la tierra. Los elementos que la ocupan tienen sus raíces en lo profundo de la corteza terrestre, como el lago con sus peces, el pozo de agua, y el camino que después de un largo recorrido se detiene frente a la puerta de la casa.

Sobre la línea del horizonte aparece una casa. La casa está delimitada por los contornos de un cuadrado y un triángulo. De un lado y otro de la casa aparecen árboles, flores, una cerca, personas y animales. La casa y los demás elementos se disponen todos sobre la línea de horizonte. El camino, sinuoso y empedrado, llega a la puerta. En la puerta se encuentran el horizonte, la casa y el camino. La puerta señala el límite entre el interior y el exterior. El camino se demora en el lugar, deja de recorrer la hoja para aquietarse en ese punto. Es el lugar de reposo y el lugar donde se suceden los hábitos, el lugar donde se habita, se mora.

El triángulo de la cubierta descansa sobre la estructura estable del cuadrado. El triángulo encierra el espacio de la buhardilla. La buhardilla conserva en los objetos que guarda la memoria de los habitantes y de sus antepasados. El interior de la casa se relaciona con el exterior a través de la puerta, las ventanas y la chimenea por donde sale el humo del fuego. El humo sale del interior de la casa y sube al cielo.

El lugar del fuego es el punto de reunión de los habitantes de la casa. El fuego encendido acoge a los hombres y cocina el alimento. El fuego es el lugar donde se sacrifica el animal para garantizar la continuidad de la vida. El fuego y el animal sacrificado recuerdan las historias de la mitología griega, cuando Prometeo hurta el fuego y mata al animal. Ambos gestos constituyen los actos técnicos que inauguran el habitar del hombre en el mundo, momento de separación y al mismo tiempo unión entre los dioses y los hombres. Prometeo roba el fuego a los dioses y Hestia lo custodia en el hogar. Hestia representa un lugar de estabilidad, un punto fijo a partir del cual organizar la casa, Hestia es el eje del mundo.

Bajo el umbral de la puerta suelen ubicarse los dioses protectores. Hermes para los griegos. Hermes es el compañero inseparable de Hestia y el dios mensajero. Es un viajero en constante movimiento, a diferencia de Hestia que custodia el fuego del hogar. La pareja Hestia/Hermes refleja la polaridad entre el fuego y el camino, entre lo estable y lo inestable, entre el punto fijo, inmutable y el movimiento. La casa es el encuentro de Hestia y Hermes, del fuego y del camino, de la quietud y la errancia, de lo interior y lo exterior, del cielo y la tierra, de los dioses y los mortales.

El dibujo infantil pone de manifiesto una experiencia cosmológica propia de toda cultura y nos invita a sugerir una interpretación simbólica de la arquitectura, de sus orígenes y sus significados. El fuego y el camino se convierten en dos arquetipos fundamentales de la arquitectura: el humo del fuego que se alza, es el lugar del sacrificio origen de la torre, y el camino que traza sobre la tierra el mapa de regreso, es el origen del laberinto, una explanada para la danza. Ambas construcciones, una sin espacio interior, la otra sin cubierta, señalan los significados profundos de la arquitectura signados por el sacrificio y la memoria. Sacrificio y memoria, torre y laberinto, evocan el origen de la arquitectura y de la memoria colectiva de los hombres, haciendo de la arquitectura una misteriosa escritura que nos mide con respecto a los dioses, el cielo y la tierra

No olvidemos la advertencia del archidiácono: Los soportes técnicos de la memoria se modifican y con ellos su significado. De la oralidad en donde la palabra hablada requiere del cuerpo que la pronuncia, a la piedra que guarda inmutable la inscripción, al papel que lleva a los ojos del lector las palabras del ausente. Todos estos soportes tienen en común su presencia en el mundo. Hoy la técnica digital es el soporte de nuestra memoria, y es ella quien modifica nuestros hábitos y nuestras prácticas. A diferencia de la voz, la piedra o el papel, su naturaleza es incorruptible, y permanecerá por siempre, sólo que, para hacerlo, no requiere estar presente, le basta navegar en una virtualidad inconmensurable.

Ahora comprendemos mejor el terror que hacía temblar el dedo índice del religioso.

¿Cómo habitar un mundo en donde no están presentes los signos de los antepasados y en donde no podremos ya disponer nuestros propios signos para ser interpretados por los hombres que vendrán y así reinventar los significados?

Notas

1 Hugo, Victor

Nuestra Señora de París

Trad. Carlos Dampierre

Madrid, Alianza Editorial, 1990, p. 200

2 Laugier, Marc-Antoine

Ensayo sobre la Arquitectura

Trad. Maysi Veuthey Martínez; Lilia Maure Rubio

Madrid, Akal, 1999, p. 44

3 Laugier, Marc-Antoine

Ibíd. p. 45

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