Una alfombra roja, delgada, de unos 20 metros de largo, divide longitudinalmente el espacio por la mitad. En sus extremos dos elegantes sillones donde se sientan los contrincantes, enfrentados cara a cara desde la distancia. El público se dispone a ambos lados de la alfombra, la mayoría sentado en sillas, aunque también hay mucha gente de pie puesto que la asistencia ha rebasado ampliamente las previsiones de la organización. La discusión ha ido avanzando, haciéndose cada vez más dura, llegando incluso a la descalificación personal. El ambiente es tenso. Llegados a un punto, el contrincante de mayor edad vocifera exaltado: “¡Los arquitectos son sumisos por naturaleza! ¡Los arquitectos son sumisos por naturaleza! ¡Los arquitectos son sumisos por naturaleza!”.
No, no es un defensor de un giro sadomasoquista en la praxis de la arquitectura. Se trata de Josep Acebillo, reconocido urbanista, arquitecto jefe del ayuntamiento de Barcelona durante más de una década, profesor de prestigiosas universidades, hombre inteligente y enérgico… La pregunta es: ¿qué ha llevado a este intelectual respetado a proferir estos gritos?
La respuesta se llama M3-Colapso, festival de arquitectura que se desarrolló en Barcelona del 19 al 21 de marzo de 2009. Entre otras interesantes actividades, el festival propone dos debates a los que, significativamente, la organización denomina duelos. En ellos se reúne a dos personalidades del mundo de la arquitectura para que discutan sobre un tema propuesto. El formato del “duelo” trata de huir de la clásica mesa redonda donde unos sabios inalcanzables aplastan al espectador con sus verdades indiscutibles. Por el contrario, el “duelo” busca la confrontación de opiniones fomentando la disputa mediante una cuidada escenografía y la incitación del siempre genial Juan Herreros. Además, se propone la llamada “fila 0” formada por expertos de distintos ámbitos a los que se da la palabra para que den una visión más amplia al debate y reorienten la discusión.
Fue en el primero de los debates, celebrado el viernes, que planteaba la cuestión del espacio público mediante la pregunta “de quién es la calle”, donde se enfrentaron Josep Acebillo, del que ya hemos hablado, y Santiago Cirujeda, una curiosa mezcla entre arquitecto social y activista político que no duda en desafiar a los poderes fácticos con operaciones como la construcción de viviendas “ilegales” en solares vacíos o azoteas. El debate Acebillo-Cirujeda fue con diferencia el que supo aprovechar al máximo la espectacularidad que ofrecía el formato del duelo brindando grandes momentos de enfrentamiento entre los contrincantes.
La discusión central fue entorno a la definición de espacio público. La incapacidad de definir este concepto hizo prácticamente imposible que el debate avanzara. La confusión fue motivada por la obstinación de los duelistas en sus propias posiciones. Ya desde el principio del debate quedó clara la diferencia de perspectivas. Acebillo empezó con una charla aleccionadora donde defendía que en la ciudad soviética no había espacio público puesto que estaba organizada bajo criterios económico-productivos que conllevaban un tipo de infraestructuras que imposibilitaban la relación entre las personas. Cirujeda respondió que el punto de partida para definir el espacio público no es la planificación macrourbanística sino las actividades relacionales que los seres humanos desarrollan en los lugares comunitarios.
Esta confrontación de posiciones no tiene fácil solución. Lo que trataré de hacer en este artículo es situarla dentro de una visión más amplia que la clarifique. Para ello recurriré a alguna de las tesis expuestas en una interesante conferencia que se produjo también dentro del festival M3-colapso. Fue el jueves 19 cuando, junto a otros tres conferenciantes, Gilles Lipovetsky, importante filósofo y sociólogo francés, ofreció una lectura interesante del momento en que vivimos. Lipovetsky me gusta porque, a diferencia de otros autores franceses, habla claro. En la conferencia hizo un repaso a sus conocidas reflexiones sobre la postmodernidad presentadas en brillantes libros como La era del vacío (editado por Anagrama en español).
Simplemente examinando la palabra cualquiera puede adivinar que “postmodernidad” es algo que viene después de “modernidad”. Pero, ¿qué es la modernidad? Lo que aquí nos interesa es entenderla como aquel período en el que la idea de Dios como generador de la realidad es sustituida por la de sujeto humano. En la época moderna, lo que acontece, lo que ocurre en el mundo, ya no es responsabilidad de una misteriosa mente divina sino que pasa a ser responsabilidad de los hombres. El ser humano se siente con el poder de generar su propia historia, de planificar su futuro mediante su propia capacidad de razonar y construir su realidad.
La idea de hombre moderno llega a su apogeo con las grandes ideologías de principios del siglo XX (fascismo, socialismo, comunismo, liberalismo…). Es la época de las revoluciones: toda acción es vista desde una perspectiva humana general que le da sentido. Todos los campos de la existencia se insertan bajo un gran plan común para la humanidad diseñado por el hombre. Hitler buscaba una teoría educativa acorde al ideal nazi que le llevó a defender la necesidad de separar a los hijos de los padres para inculcarles el espíritu ario. Stalin impuso la teoría evolutiva de Lamarck, en contra de los resultados científicos, simplemente porque concordaba mejor con el ideal comunista de construcción de la realidad mediante el trabajo.
En arquitectura, encontramos casos parejos en la arquitectura estalinista o nacionalsocialista. También el llamado movimiento moderno de arquitectura trató, a su manera, de situarse dentro de un gran discurso sobre el hombre, justificándose como la única comunión viable entre técnica y arquitectura. En los escritos fundacionales de Le Corbusier, por ejemplo, subyace la creencia en la técnica como ideal liberador del hombre. Se defiende una arquitectura que, partiendo de la escala humana, construía edificios para la humanidad, mediante la técnica moderna. Vemos, pues, como se impone esta tendencia de subsumir, bajo un mismo ideal explicativo común, todos los ámbitos de la realidad humana.
Pero el desastre de la Segunda Guerra Mundial significó el principio del fin de esta forma de entender el mundo. Las grandes ideas declinan. La triste realidad de Auswitch nos hizo despertar de nuestro sueño plenipotenciario. Una debilitada mente humana se siente incapaz de realizar el gran proyecto moderno, impotente para explicar todo acontecer mediante un gran plan diseñado por el hombre. El hombre, que se creía Dios, se siente humano, demasiado humano.
Caídas las grandes ideologías, el ser humano se siente desorientado, vacío, falto de una explicación que dé sentido a su existencia. Todo el discurso postmoderno comparte una suerte de resignación pesimista consecuencia de que el hombre ha perdido el control de su propia historia. Sin embargo, más allá de este punto de partida inicial hay distintas formas de entender la situación.
Por un lado, encontramos pensadores, como Lipovetsky, que defienden un cierto relativismo al entender que, al perder la conducta humana sus grandes referentes, todo es posible y, al mismo tiempo, nada es sólido. Aparece así una suerte de consumismo vacío basado en un círculo efímero de deseos inconclusos. Florece el narcisismo y el culto a la personalidad, abriéndose un terreno donde la seducción es la categoría esencial. Lo único que parece preocupar al hombre es preservar la situación material, desprenderse de los complejos, o esperar las vacaciones: vivir sin ideal, sin objetivo trascendente resulta posible. Lo sensitivamente agradable, la levedad de los pequeños placeres, sustituye a la pesadez de los grandes discursos modernos. El hombre renuncia a cualquier descripción general de la sociedad preocupándose solamente de su propio bienestar.
Al mismo tiempo, se produce un retorno a un cierto microcomunitarismo. La solidaridad de la pequeña asociación defiende fines modestos, muy alejados de los rimbombantes discursos sobre la humanidad propios de las grandes ideologías. En definitiva, para Lipovetsky, la postmodernidad es la época en la que el hombre ha renunciando a cualquier explicación general de la sociedad refugiándose en pequeñas microestructuras de significación personal o microgrupal.
Obviamente este discurso tiene sus repercusiones arquitectónicas. Por un lado, al verse liberado del estricto discurso moderno, la arquitectura cae en una suerte de libertad formal que, en general, traerá consecuencias funestas. Al mismo tiempo, aparecen individuos como Cirujeda, cargados de buenas intenciones, interesados en las pequeñas operaciones que ayudan a crear éstas microestructuras de las que hablábamos. Así, cuando promueve cooperativas de propietarios para construir viviendas, Cirujeda no sólo consigue ahorrar dinero al eliminar los intermediarios sino que, además, trata de recuperar la antigua relación vecinal de pequeña escala, y el nexo entre el habitante y la construcción de su hogar. Con respecto al espacio público, la referencia de Cirujeda al factor humano está claramente en esta línea micro-estructural: sólo considerando la vida particular de los individuos que van a habitar un lugar, se puede diseñar correctamente el espacio público.
Otro ejemplo de esta atención a lo microestructural es la obra del gran maestro suizo Peter Zumthor. Su defensa de una arquitectura afectiva, encaminada a una satisfacción de la experiencia sensorial humana, le relaciona con este resurgir de lo sensible, lo emocional, la preocupación por el bienestar personal, del que habla Lipovetsky. Entiéndaseme, no estoy comparando Zumthor y Cirujeda, tan sólo trato de agrupar distintas formas de entender la arquitectura bajo la explicación lipovetskiana de la postmodernidad.
Ahora bien, no es la de Lipovetsky la única forma de explicar la situación postmoderna. Hay una posición opuesta que, en vez de postular que la crisis moderna conlleva una tendencia a lo microestructural, hace todo lo contrario, defiende que es la aparición de macroestructuras superiores a una empequeñecida mente humana, la causa de la incapacidad del hombre para controlar la realidad. Según estos autores, a los que podemos acordar llamar macroestructuralistas, el hombre es prisionero de grandes fuerzas (económicas, biológicas, históricas, lingüísticas,…) que dictan su vida y su futuro. No hay que entenderlas como algo ajeno a lo humano sino como algo que, siendo propio del hombre, ha escapado a su capacidad de control.
Un ejemplo, la familia como entorno afectivo es algo inherente al hombre, se impone inconscientemente por encima de voluntades individuales. No es posible substituirla por algo diseñado por el hombre como planteó el nazismo. Otro ejemplo, la fuerza imparable del progreso económico que nos empuja a aumentar nuestra productividad infinitamente. Nuestras sociedades solo se sostienen mientras sigamos creciendo. La presente crisis, nos dicen los economistas, se debe a la desaceleración económica. La única forma de salir de ella es replantear nuestros modelos de producción, haciéndolos más eficientes, investigando fuentes energéticas más sostenibles, en definitiva, amoldando nuestra forma de vida a las exigencias de crecimiento continuo que impone la macroestructura económica.
Como puede adivinarse, las posiciones de Acebillo y sus constantes referencias durante el duelo a las cuestiones infraestructurales como modo de entender el espacio público tienen que ver con este ideario macroestructuralista. En urbanismo, las macroestructuras son lo que llamamos infraestructuras, es decir, el conjunto de elementos que nos sirve para conducir distintos flujos (eléctricos, informativos, sonoros…) que sirven al ser humano. Como el resto de macroestructuras, las infraestructuras presentan una lógica de desarrollo que se impone a la reducida experiencia vital humana, la cual, al mismo tiempo, no puede concebirse sin ellas: ¿qué sería de nosotros sin una buena red de agua o una línea telefónica? De hecho, el desarrollo infraestructural está estrechamente relacionado con la necesidad de crecimiento económico constante del que hablábamos. Se requiere una adecuada red infraestructural para que el progreso sea posible.
Para Acebillo el gran problema de la arquitectura actual es que no se da cuenta de que las microestructuras dependen de las macroestructuras y de que, por lo tanto, sin un buen planteamiento de la cuestión infraestructural es imposible hacer buena arquitectura. Cirujeda puede realizar miles de cooperativas de propietarios u ocupar cientos de solares vacíos para hacer centros sociales, pero nunca conseguirá solucionar el problema de la vivienda o la falta de espacios en la ciudad, puesto que éstos tratan de flujos humanos y económicos que trascienden cualquier actuación a pequeña escala. Solo replanteando el crecimiento demográfico, la inmigración y las políticas del suelo nos acercaríamos a la solución de dichos problemas. Del mismo modo, podemos gastar mucho dinero en idear fachadas que nos aíslen del ruido, pero si no reorganizamos el tráfico de la ciudad no solucionaremos nada.
La aceptación de este orden macroestructural en el planteamiento de la arquitectura nos obliga a hablar del mayor transformador del panorama arquitectónico de las dos últimas décadas: Rem Koolhaas. En efecto, el arquitecto holandés propone una lógica proyectual que incorpora la reflexión sobre lo macroestructural. En sus esquemas de proyecto, Koolhaas no habla de texturas, sensaciones o atmósferas espaciales, sino de macrotendencias sociales que conllevan nuevas organizaciones programáticas o de flujos humanos que comportan ciertas soluciones formales. Tal y como lo plantea en uno de sus últimos libros, Bigness, el gigantismo inherente al inmenso poder del mundo técnico actual imposibilita cualquier síntesis entre arquitectura y técnica como la propuesta por el movimiento moderno. La consecuencia es que el edificio deja de ser un asilo para el confort sensorial o el bienestar humano, y deviene un objeto al servicio de los requerimientos macroestructurales.
Vemos, pues, como las diferentes formas de afrontar la condición postmoderna nos ayudan a comprender el estancamiento que se produjo en el duelo del M-3 y, a su vez, a identificar las distintas actitudes presentes en el panorama arquitectónico actual. La cuestión de obligado planteamiento es la de si puede existir un punto de encuentro entre estas dos posiciones. ¿Pueden tener los proyectos de Koolhaas la sensibilidad de los de Zumthor? ¿Es capaz el sensualismo zumthoriano de afrontar los retos de gran escala a los que se enfrenta nuestra sociedad?
El primer paso sería introducir ciertos parámetros que racionalicen el crecimiento infraestructural. La cuestión clave es entender que el desarrollo económico (e infraestructural) no debe medirse solo cuantitativamente sino que es necesario introducir parámetros cualitativos en su evaluación. En este campo hay que reconocer que Acebillo está haciendo una gran labor con su defensa de una ciudad metabólica, donde la sostenibilidad energética o el grado de confort de los ciudadanos son más importantes para medir el progreso que el ciego crecimiento de bienes materiales.
Pero no se trata solo de eso. También es necesario darse cuenta de que, para la ciudad, es tan importante la cuestión macro como la microestructural. Y no estamos ante un simple problema de gradación, como parece defender Acebillo. No se puede, sencillamente, primero plantear el problema macroestructural y después encargarse de lo microestructural, puesto que la propia lógica macroestructural conlleva, en muchas ocasiones, al olvido de la escala humana.
Un ejemplo para ilustrar lo que trato de mostrar es el Fórum de Barcelona. Sin duda, un buen proyecto a nivel de gestión de flujos, que consigue solucionar algunos de los déficits de la ciudad mediante la construcción o conversión de grandes infraestructuras. El problema es que el espacio público que resulta, al ser esclavo de los requerimientos de dichas infraestructuras, no consigue un ambiente idóneo para las relaciones humanas. Esto se ve claramente en la gran plaza del fórum, que debe su magnitud y pendiente constante al tamaño enorme y a las necesidades funcionales de la nueva depuradora sobre la que se asienta. La plaza es perfecta para la depuradora pero para un hombre resulta un espacio desagradable, donde uno se siente perdido debido a su inhumana magnitud y al hecho de que es imposible percibirla en su conjunto por su inclinación. Este es el resultado de haber supeditado, sin más, los problemas micro a los macroestructurales.
De lo que se trataría es de tender puentes entre los extremos. Estoy de acuerdo en que no es posible, ni deseable, rearmar el discurso moderno que sitúa al hombre en el centro, pero eso no invalida la necesidad de buscar un encuentro entre lo infraestructural y el bienestar humano. Para ello, necesitamos arquitectos que no se crean “sumisos por naturaleza”, que traten de humanizar la enorme escala de la que habla Koolhaas, haciéndola más sensible, y aceptando que ésta es la batalla que debemos enfrentar y que no vale mirar hacia un lado donde sólo vemos montañas nevadas mientras tomamos un relajante baño termal.