La reedición del pasado es un medio de control político que transforma nuevas construcciones sociales en hechos naturales. La historia, como conocimiento, si bien se transmite como algo objetivo, dado e inalterable, es en realidad un complejo de significados subjetivos producidos socialmente. Tiene la función de institucionalizar la realidad, es decir, presentar el presente como un hecho que “siempre ha sido así” y que se experimenta como existente por encima y más allá de los individuos. De esta manera, se asimila como algo natural, escondiendo la subjetividad de instituciones contemporáneas para presentarlas como hechos objetivos. Toda institución contemporánea tiene “una historia” que la justifica, si bien los estados nacionales, desde su difusión en Europa tras las revoluciones burguesas, han constituido y constituyen el mayor organismo de reedición e institucionalización del pasado como medio de legitimación social. Controlando la producción y asimilación de la historia, es decir, anclando sus raíces en el pasado, los estados nacionales adquieren historicidad: el carácter de realidad objetiva asimilada por los individuos como algo natural. Es por este motivo que reclaman ser la continuidad de una era gloriosa nunca interrumpida, negando su modernidad y el hecho de su “reciente” aparición en la historia. Seleccionando épocas, eventos y personajes cambian la interpretación social del pasado, mientras que a su vez marginan y subordinan interpretaciones alternativas u opuestas.
La reescritura de la historia se manifiesta en la ciudad mediante la recreación del espacio urbano y de los restos materiales del pasado. La conservación y restauración de determinados monumentos, junto con la marginalización y eliminación de restos de las épocas consideradas de decadencia son el corolario de una específica interpretación de la historia. La creación de las capitales nacionales está marcada por profundas operaciones de reestructuración monumental en donde se visualiza en piedra la inclusión o exclusión de los nuevos elementos que simbolizan una supuesta historia común.
La reedición del pasado no solo influye en la recreación física de la ciudad, sino que, además, debe asociar significados al espacio urbano, el cual se convierte en un mecanismo por el cual la nueva interpretación de la historia es transmitida. La manipulación del espacio urbano suele estar asociada a rituales como prácticas de conmemoración, inauguraciones, ceremonias, desfiles y discursos públicos. Entendemos que es en esta fase que las interpretaciones y significados dominantes asociados al espacio urbano se transmiten a nivel social. Mediante rituales y ceremonias la reescritura de la historia se convierte en mitología, reforzando así un estado ajeno al control humano. Barthes explica que esta deformación es la característica fundamental del mito y, por este motivo, tiene la virtud de “transformar la historia en algo natural”[1]. El rito alrededor del monumento transmite irracionalmente la nueva narrativa del pasado, la cual es aceptada como un hecho fuera de cualquier tiempo histórico.
Estas tres fases del uso político del pasado (nuevo significado; su impacto en la ciudad; y ritos para transmitir el mensaje) han constituido un recurso utilizado tanto por dictaduras como por democracias. Su origen en la historia contemporánea se produce tras la victoria de las revoluciones burguesas y la necesidad de presentar al capitalismo como un hecho natural y ha sido un instrumento de legitimación puesto en práctica por todos los estados modernos. Sin embargo, este proceso es particularmente visible en gobiernos totalitarios, donde la falta de legitimación social convierte el espacio urbano en escenario de ritos, coreografías y desfiles militares.
Roma de Mussolini
En el proceso de naturalizar las instituciones contemporáneas anclando sus orígenes en el pasado, el fascismo intentó legitimarse como la continuación de la grandeza del Imperio romano, mientras que Mussolini se presentaba como el heredero de Augusto. Si la autoridad militar de Augusto y la creación del Imperio fue el único medio para pacificar las disputas internas que rompían la unidad de las repúblicas romanas, el nuevo orden impuesto por Mussolini fue la opción adoptada por la democracia para frenar la revolución social. En una época marcada por la revolución en Rusia y otros intentos revolucionarios en diferentes países europeos, el rey Vittorio Emanuele nombraba a Mussolini como primer ministro en 1922. La superación de la crisis del capitalismo tenía que ser liderada por un vero capo italiano y dominada por la disciplina de los considerados valores romanos, sintetizada bajo el término romanità. La antigua Roma fue la fuente autoritaria en la que se basó el ideario fascista, ofreciendo un precedente nacional de estado totalitario, orden militar y organización de cultura de masas. En realidad, el mito de Roma ha sido un referente ideológico desde la Edad Media, y ha sido usado como modelo de forma suprema de civilización –administración común; obras públicas que aún perduran; misma lengua; senado; arte; sede del cristianismo– incluso por países que nunca formaron parte del Imperio. El pasado romano es una reserva de referentes históricos que han sido movilizados de forma simbólica al servicio de intereses divergentes, pero donde todos comparten una máxima de orden, poder político y reino de la ley.
El fascismo capturó el referente romano en diversas formas. En primer lugar, la historia se reescribiría con la creación del Istituto di Studi Romani, institución cuyo objetivo no era estudiar la antigua Roma, sino promover la romanità como valor supremo de la nueva raza fascista y, a su vez, presentar al fascismo como la continuación natural del Imperio. El Istituto di Studi Romani centralizaba la reescritura de la historia de Roma según el fascismo, encargándose de publicar manuales escolares, organizar exposiciones y congresos y difundir su labor en los nuevos medios de comunicación de masas. Debido a que nunca se ha escrito tanto sobre la historia de Roma como en este período, “la imagen fascista de la romanità se ha convertido en la imagen tout court de Roma”[2] y ha generado la difícil tarea de medir la diferencia entre la historia romana y el mito fascista de Roma. Por ejemplo, en 1937 se celebraba la Mostra Augustea de la Romanità en conmemoración del segundo milenario del nacimiento de Augusto. La exposición contaba la historia del Imperio mediante reconstrucciones que exaltaban su poder militar y terminaba en la sala titulada “la inmortalidad de la idea de Roma y el renacimiento del Imperio en la Italia fascista”. A pesar de que la historiografía actual considera la exposición como una imposición de categorías contemporáneas –escuela, familia, religión, ejército– sobre la interpretación histórica del mundo romano, su colección forma la base del actual Museo de la Civilización Romana, el único que existe en la ciudad sobre el tema[3].
En segundo lugar, este esfuerzo ideológico se tradujo en el espacio urbano, y en la forma en la que los restos de la Antigüedad fueron exhibidos y restaurados. La continuación entre imperio y fascismo se visualizaba resucitando sus monumentos, lo que conllevaba dos operaciones complementarias y con una larga historia en la creación de capitales europeas: sventramento o demolición de todo lo que había a su alrededor; y reconstrucción idealizada del monumento en cuestión. Mussolini lo expresaba en su famoso plan para la reconstrucción del centro de Roma. Dirigiéndose a los arquitectos de la capital, les pedía en 1925: “en cinco años Roma debe parecer maravillosa a todo el mundo: vasta, ordenada, potente como fue en tiempos del Imperio de Augusto (…). Todo aquello que haya sido construido durante los siglos de decadencia debe desaparecer. (…) Los monumentos milenarios de nuestra historia tienen que parecer gigantes en su necesaria soledad”[4].
Después de que Mussolini pronunciara sus ideas sobre cómo la nueva historia fascista de Roma debía tomar forma en la ciudad, comenzó una competición entre arquitectos, arqueólogos e historiadores en donde los resultados fueron más devastadores que las propias ideas que él mismo había concebido (fig. 1). Entre 1925 y 1940 gran parte de los monumentos de la Roma clásica fueron resucitados según la visión fascista de la historia y, aunque pueda parecer una paradoja, dichos monumentos adoptaron la forma por la que hoy son conocidos y admirados como señales de la grandeza del Imperio. Durante estos años, las demoliciones dominaron el centro de la ciudad, liberando los edificios de la Antigüedad de una Edad Media considerada época de decadencia, y en donde sus edificios no eran más que “míseras casuchas”. La metodología del derribo y la reconstrucción idealizada que la acompaña fue aplicada al Teatro de Marcelo (figs. 2 y 3), al Mausoleo de Augusto y a toda la zona arqueológica de Roma, por lo que desapareció la trama urbana que existía alrededor del Capitolio, Coliseo, Foro de Trajano, Foro de Augusto (figs. 4 y 5), Foro de César, Arco de Constantino y Circo Máximo. En este sentido, destaca la apertura de la actual vía dei Fori Imperiali, una avenida que une el Coliseo con el templo a Vittorio Emanuele –construido para celebrar la unidad nacional a fin del siglo XIX– y que fue inaugurada en 1932 para celebrar el 10 aniversario de la llegada de Mussolini al poder (figs. 6 y 7).
La continuidad entre imperio y fascismo, más allá de la reescritura de la historia y su visualización en la resurrección del monumento, cobraba sentido durante el mito de la conmemoración. Si bien cada edificio puede absorber cualquier tipo de significado, la conmemoración es la oportunidad y el momento en el que éste es transmitido y celebrado como nuevo canal de propaganda oficial. La agenda semanal de Mussolini contemplaba inaugurar cualquier tipo de obra realizada, cuyo acto era retransmitido en todos los cines y radios de Italia. El rito de inaugurar la resurrección del monumento respetaba siempre el mismo ceremonial: masas expectantes que aguardaban la llegada de Mussolini; música y decoración fascista; llegada de Mussolini a caballo y frecuentemente vestido con traje romano; discurso oficial de Mussolini e historiadores; y desfile militar (fig. 8). Durante tales celebraciones se repetía la idea de que el fascismo constituía la encarnación del Imperio romano, hecho que inspiraba a los espectadores el orgullo por tal descendencia y por el régimen en el que vivían, heredero y continuador de tanta grandeza: “las dos épocas flanquean una junto a la otra, sin discontinuidad. Si Augusto convirtió Roma en una ciudad de mármol, Mussolini ha dado a Roma el orgullo de ser la verdadera ciudad capital, y a los italianos el orgullo de sentirse, finalmente, no solo los herederos, sino los continuadores de la idea romana del mundo”[5]. En realidad, la liturgia de las celebraciones había tomado como modelo procesiones religiosas a las que la población estaba acostumbrada. La sacralización del espectáculo fascista buscaba el control irracional de las masas. Como diría Mussolini, “el fascismo es una concepción religiosa en la que el hombre es dominado por una ley superior”[6]. Pero si el mito de la resurrección del Imperio reforzaba el carácter mágico del fascismo, a su vez, el espacio en donde el rito se representaba se convertía en permanente, ahistórico. Y como explica Barthes, de esta manera la mitología normaliza y naturaliza los significados socialmente añadidos.
La conmemoración y el rito de inaugurar el monumento en la fecha indicada –generalmente coincidencias cronológicas con hazañas del Imperio o con la historia del fascismo– asumía más importancia que el propio edificio. Durante la continua celebración de la restauración del Imperio y su grandeza, el monumento pasaba a ser decoro urbano y elemento escenográfico para la parada militar. Si para el día de la inauguración la obra no estaba acabada, se completaba en yeso para luego acabarla en piedra más adelante. La arqueología, definida por Mussolini como la “oportunidad de devolver a la luz del sol cualquier documento que atestigüe la grandeza de Roma”[7], asumía la labor de hacer visible la romanità. Lo rescatado de la ruina, y posteriormente reconstruido, eran solo aquellos elementos espectaculares que serían útiles durante el rito de la conmemoración, pero que documentaban bien poco la realidad de la Roma clásica. Más bien al contrario, aquellos elementos que atestiguaban la vida social como viviendas o las tabernae fueron destruidos por falta de grandiosidad, mientras que posteriores excavaciones han demostrado que las reconstrucciones realizadas no corresponden ni en forma ni en lugar con lo que hoy se cree que existió[8]. En este sentido, si los daños causados por la retórica fascista al conocimiento de la Roma antigua pueden ser reabsorbidos, los daños realizados a los restos materiales que se habían conservado son, sin embargo, irreversibles.
La Roma de Mussolini, en realidad, puso en práctica una serie de proyectos pensados durante el Risorgimento y la formación del Estado italiano. La designación de Roma como capital nacional en 1871 no solo activó el mito de la grandeza del Imperio y la promesa de su resurrección, sino que originó toda una serie de ideas sobre cómo adecuar la ciudad medieval a su nueva función. Identidad nacional, uso político del pasado y recreación del monumento histórico son elementos que, en realidad, han condicionado la configuración de la mayoría de las capitales europeas desde el siglo XIX. En Roma, proyectos planteados entre 1871 y 1910 también abrían avenidas y reconstruían monumentos, pero no pudieron ser llevados a la práctica por la dificultad de las expropiaciones y la falta de presupuesto[9]. El fascismo supuso una “aceleración” del espíritu del Risorgimento, tanto de la exaltación nacional como de la manera de visualizarlo en la ciudad, para presentar a Mussolini como el único capaz de resurgir el imperio.
A modo de conclusión
El caso expuesto de la Roma de Mussolini proporciona evidencias sobre la construcción de mitologías contemporáneas que acuden al pasado para legitimar nuevas organizaciones políticas. La creación del mito tiene en general tres fases: la primera es la reescritura de la historia, selección del pasado glorioso y marginalización de épocas de decadencia; la segunda es la transformación del espacio urbano según la nueva interpretación del pasado mediante la construcción, recreación o destrucción de monumentos; y la tercera es la conmemoración litúrgica del nuevo espacio creado, sacralizando los nuevos significados añadidos como si fuera un hecho ajeno al tiempo histórico y, por lo tanto, transformando una construcción social en algo natural. La creación de estas mitologías, lejos de ser un hecho del siglo XIX o propio de dictaduras, continúa jugando un papel determinante en la sociedad contemporánea. Nos referimos a la actualidad de conmemoraciones y mitos en la celebración democrática de la historia nacional. Si nos sorprende descubrir que el principal motivo para abrir la vía dei Fori Imperiali fue preparar el centro de la ciudad para desfiles militares, más nos sorprende contemplar el mismo espectáculo en el mismo lugar cada 2 de junio para celebrar la Festa della Repubblica Italiana. El fascismo y otros totalitarismos son normalmente estudiados como algo irracional y como el producto descabellado de sus líderes, olvidando que, en realidad, son “aceleraciones” de prácticas culturales y políticas aparecidas con la Revolución Francesa para la construcción de los estados nacionales. Debido a crisis de legitimación política, en la actualidad todos los estados siguen demandando historias fundacionales y recurren a prácticas similares de conmemoración litúrgica delante de los monumentos del pasado glorioso, siendo la intensidad de la “aceleración” proporcional a la necesidad de legitimidad social. Un ejemplo evidente es la formación de nuevos estados tras la disolución de la antigua Unión Soviética, los cuales han generado una extensa literatura sobre su auténtico pasado y el remoto incidente que les habría hecho irrumpir en la historia; han transformado sus capitales con nuevos monumentos rememorativos; y conmemoran litúrgicamente estos nuevos elementos para naturalizar su significado a través de mitologías[10]. Europa occidental y el estado español no están exentos de dichos rituales que tan buen resultado le dio a la religión fascista. La diferencia es que las dos primeras fases –reescritura de la historia y su visualización en la ciudad– se produjeron hace ya varias décadas según el caso[11], aunque la reafirmación del mito lo vemos en la conmemoración de cada coincidencia cronológica.
Este texto es el resultado de una estancia de investigación en la Academia de España en Roma (Agustín Cócola Gant, 2013) y de una beca de doctorado en la Universidad de Cardiff, School of Planning and Geography (Federico Bellentani, 2014-2016).
[1] Barthes, Ronald (1957). Mythologies. Paris: Seuil, p. 210.
[2] Giardina, Andrea and Vauchez, André (2008). Il Mito di Roma. Da Carlo Magno a Mussolini. Roma-Bari: Laterza, p. 216.
[3] Arthurs, Joshua (2012). Excavating Modernity. The Roman Past in Fascist Italy. Ithaca and London: Cornell University Press.
[4] Mussolini, Benito (1925). L’insediamento del primo governatore di Roma. En Capitolium, vol 1, p. 596.
[5] Castelnuovo, Giacomo (1932). Roma di Mussolini. Primo Decennale della Rivoluzione Fascista. Roma: Governatorato di Roma, p. 25.
[6] Citado por Falasca-Zamponi, Simonetta (1997). Fascist Spectacle. The Aesthetics of Power in Mussolini’s Italy. Berkeley: University of California Press, p. 25.
[7] Citado por Giardina, Andrea and Vauchez, André (2008), p. 238.
[8] Pallottino, Elisabetta (1994). “I Restauri della Roma Antica”. Roma Moderna e Contemporanea, vol. 2, pp. 721-745.
[9] Si estas operaciones no habían podido realizarse en Roma fue, sobre todo, por la dificultad económica de expropiar a las 98 mil personas que tenían que ser desalojadas. Y en este caso, la metodología fascista también fue muy sencilla: los “camisas negras” ―milicias paramilitares ― se encargaban de desalojar las viviendas y deportar a sus habitantes a las nuevas barriadas periféricas, llamadas, literalmente, “casas mínimas”. Para una versión contemporánea de “expulsiones” en el centro de Roma ver el estudio de Michael Herzfeld (2009). Evicted from eternity: the restructuring of modern Rome. Chicago: The University of Chicago Press.
[10] Para el caso de Estonia, Bellentani, Federico (2013). “La reinvenzione culturale dello spazio urbano in Estonia”. TraMe. Centro di Studi Interdisciplinare su Memorie e Traumi Culturali. http://centrotrame.wordpress.com/2013/07/23/la-reinvenzione-culturale-dello-spazio-urbano-in-estonia/
[11] En el caso de Barcelona, Cócola Gant, Agustín (2011). El Barrio Gótico de Barcelona. Planificación del Pasado e Imagen de Marca. Madroño: Barcelona.