Una pequeña gran pregunta

A menudo los niños plantean preguntas que desconciertan a los adultos. Hay una cierta dosis de prepotencia detrás de este desconcierto, puesto que parte del presupuesto de que las dudas de los pequeños se resuelven con inmediatez, cuando no con monosílabos. Pero la curiosidad infantil no da tregua y exige del interrogado un esfuerzo de regresión a los principios básicos. El conocimiento se construye sobre bloques preconcebidos que nos permiten razonar desde posiciones avanzadas sin tener que remitirnos siempre al origen de todo. El niño todavía no ha aceptado algunas de estas premisas y sus preguntas obligan al adulto a una revisión que, ocasionalmente, puede dejar al descubierto un fallo de cimentación en el edificio epistemológico. Cuando eso sucede, cuando cada generación pone en duda las premisas que hereda de la anterior, se abre la posibilidad de que brote una nueva rama en el árbol del saber.

Quizá con ingenuidad, pero sin miedo a una revisión del estado de conocimiento, la pequeña ciudad de Sant Feliu de Guíxols se está planteando una gran pregunta. El pasado mes de enero, su consistorio firmó con el equipo de arquitectos Valcarce–Godinho un contrato para el asesoramiento en la convocatoria de un concurso de ideas del que debe resultar la remodelación del paseo marítimo de esta localidad ampurdanesa. La convocatoria es desafiante y ambiciosa. Aspira a tener un alcance internacional y se propone abarcar un amplio espectro de participantes de diferentes disciplinas, edades y prestigio. Además de replantearse el modo en el que habitualmente se organizan los concursos públicos, pretende que la formulación del encargo alcance una sagacidad merecedora de recibir propuestas ejemplares. Es realmente interesante que una petita ciutat[1] como Sant Feliu aspire a objetivos de tan alto vuelo. En realidad, el grado de localismo y concreción que reviste el problema no se contradice con la universalidad de la pregunta que entraña: ¿cómo resolver hoy el encuentro de una ciudad con el mar?


Sant Feliu


Atrás han quedado las épocas en las que las poblaciones costeras se debatían entre la apertura y la protección respecto a una orilla que traía tanto valiosas mercancías como temidos ataques.

También los tiempos en los que los puertos urbanos eran escenarios insalubres y peligrosos, exclusivamente dedicados a actividades industriales. Ya no es oportuno invadir la línea de costa con grandes infraestructuras de transporte que segregan los barrios marítimos de sus playas. Es tarde para verter, indiscriminadamente, en ellas los residuos urbanos y para convertirlas en traseras repletas de barracas. Hoy, las ciudades quieren abrirse al mar. Por bucólica y bienintencionada que parezca, esta vocación ha provocado, a lo largo de las últimas décadas, el desarrollo de ciudades que establecen nefastas relaciones con el mar. La devoción por el azul marino ha nutrido, en países como España, una economía principalmente basada en los sectores inmobiliario y turístico que, con la connivencia de una administración pública que prácticamente les ha dado rienda suelta, han depredado litorales paradisíacos extendiendo un modelo de ciudad dispersa, de ocupación intermitente servida por pesadas infraestructuras dedicadas al automóvil y responsable de un elevado despilfarro energético. La proliferación indiscriminada de segundas residencias, equipamientos hoteleros y puertos deportivos ha degradado abusivamente una costa cuyo atractivo es un recurso que se acerca al agotamiento.

Resulta sumamente pertinente, si no urgente, plantear un cambio de paradigma que nos devuelva al sensato modelo de la ciudad mediterránea, densa luego intensa, que queda bien representado por el contexto urbano donde discurre el Paseo del Mar de Sant Feliu. Es cierto que este modelo necesita ser escrupulosamente revisado, puesto que tampoco está exento de los desmanes provocados por la voracidad inmobiliaria y la presión turística. La primera no duda en desplazar la línea de costa para ganar terreno al mar o en crecer desordenadamente en altura para asomarse a él. La segunda empobrece y tematiza su paisaje urbano con la promesa barata de sol y playa. Pero a diferencia de lo que sucede en el caso de la ciudad dispersa, estos son problemas que le sobrevienen, que no forman parte de su origen ni de su esencia. La ciudad mediterránea se distingue de otros modelos porque lleva implícito un acuerdo cívico entre partes individuales que conviven en un cuerpo complejo, compacto, unitario y ordenado. En el sentido longitudinal, ocupa únicamente determinados tramos de costa, liberando el resto para la naturaleza. En el sentido transversal, se encuentra con el mar mediante la interrupción brusca de su tejido urbano y forma un límite concreto que, gracias al acuerdo cívico, da lugar a un frente más o menos plano, tupido y ordenado.

Por necesidad topológica, esta interrupción constituye un lugar excepcional desde donde la ciudad no solo puede contemplar la alteridad vacía del horizonte marino, sino que también puede reconocerse a sí misma. Como un rostro, la fachada marítima le proporciona una identidad unitaria que refuerza su consciencia colectiva. Por ello, el paseo marítimo es un espacio público de extraordinaria relevancia con el difícil cometido de mediar entre intereses opuestos. Por un lado, debe satisfacer el anhelo de la ciudad de relacionarse con el mar, y ser generosamente permeable y minimizar la interposición de barreras físicas u obstáculos visuales. Al mismo tiempo, debe contener con rigor el empuje de las fuerzas transversales que compiten por alcanzar la valiosa costa.

Cuando fue concebido, a mediados del siglo XIX, el paseo marítimo de Sant Feliu de Guíxols desempeñaba satisfactoriamente estas funciones. Pero con el tiempo, la presión especulativa ha substituido las nobles villas de su fachada marítima por mediocres edificios de apartamentos que empobrecen la imagen de la ciudad. La romántica delicadeza de los jardines de Juli Garreta o el esplendor burgués de la arboleda que convocaba a los paseantes bajo la sombra de plátanos y pinos, no han soportado la intensificación del tráfico rodado y el impacto de un aparcamiento superficial desordenado. El paseo se ha convertido en un espacio público degradado y obsoleto, carente de la centralidad de la que había gozado. La urgencia de su renovación se hace evidente y, precisamente, la inminencia de grandes operaciones como la renovación del puerto o la construcción del Centro de Arte Thyssen-Bornemisza, brindan una oportunidad irrepetible para llevarla a cabo. Obviamente, el paseo no va a recuperar su esplendor decimonónico sin responder correctamente a los aspectos particulares que se derivan hoy de sus usos y su contexto urbano. Pero tampoco lo hará si ignora las cuestiones arquetípicas que lo emparentan con otros casos y desatiende las lecciones universales que se derivan de los errores cometidos por otras generaciones.

Más allá de los localismos, la convocatoria del concurso de Sant Feliu puede despertar un interés global si, como la pregunta de un niño pequeño, obliga a una revisión de los principios básicos. Dada la ambición con la que será convocado, cabe esperar que las propuestas presentadas al concurso no se limitarán a la resolución pintoresca de pequeñas particularidades y que serán capaces de ofrecer lecciones ejemplares de carácter universal. Entonces sabremos con certeza si se ha planteado una pequeña gran pregunta desconcertante.


[1] “Una petita ciutat completa, bellísima, la més gran de la Costa Brava”

Pag. 56 – “La Costa Brava”. Josep Pla, ed. Destino

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