Tokio y la memoria dinámica

Tokio es el caso paradigmático de un tipo de ciudad trepidante y desinhibida en la que la variedad, los contrastes y el movimiento no solo son exaltados sino que cohabitan de un modo paradójicamente armonioso, que, sin embargo, deja en mi recién llegado paladar europeo un extraño y, a la vez, sugerente regusto de orden en el desorden.

Esta primera impresión adquiere tonos de certeza cuando me informan, ante mi atónita mirada, de que no me han timado con el mapa sin nombres que acabo de comprar, pues en Tokio las calles no tienen nombre. “¿Y cómo encuentro el camino a un sitio?”, pregunto escéptico. Me contestan amablemente como el maestro Zen hablaría a su discípulo: “pues tienes que conocer el camino o alguien te lo ha de enseñar”. Sigo sin creérmelo: “¿Y cómo conoce el cartero los caminos a todas las casas y edificios de la ciudad?” “Pues porque cada edificio tiene un código de tres números (sección, manzana y edificio) más el nombre del barrio”, me responden lacónicamente. Entonces, deduzco con estupor, las calles, que existen en el mundo físico, no tienen representación en el logos. Uno no se puede referir a ellas, aunque existan. Esto me deja más incómodo aún que si me hubieran dicho que me habían timado con el mapa. En mi condición de europeo, no puedo imaginarme que el espacio donde los niños juegan, no solo no tiene nombre, sino que es además una sucesión de números. ¿Qué clase de recuerdos tendrá esta gente? ¿A y B se besaron por primera vez en el espacio frente al edificio 1-2-3 de tal barrio? Desconcertante. Esto me hace recordar un pequeño ensayo de Steiner sobre la idea de Europa en el que nos compara con América y argumenta que, frente a la América funcional donde las calles y las avenidas están numeradas, Europa es la tierra de la memoria, pues cada rincón tiene una historia y un nombre que la acompaña. Al menos, pienso mientras camino ensimismado, los americanos se pueden referir a sus calles, aunque sea con un número. De aquí surge mi primera inquietud con respecto a Japón: la memoria. Pero hablaré de ello más tarde. Antes quisiera introducir otro concepto.

La idiosincrasia de una ciudad se encuentra escondida entre los pliegues de su historia, de su cultura, de su territorio y de sus gentes. Es algo intangible, pero a la vez muy presente. Cuando recorro las calles de Tokio, me asalta la sensación de que hay algo subyacente, una causa que guía, como un bajo continuo, el movimiento de la ciudad; la idiosincrasia de Tokio se me presenta, mientras transito sus agitadas calles,  como un movimiento perpetuo, pero no de personas o vehículos, sino de edificios y de la propia estructura de la ciudad, como si de un organismo en evolución se tratara. Este movimiento me consta que, desde hace un tiempo, se ha acelerado.



En Japón, los edificios se construyen sabiendo que no soportarán el paso del tiempo, sino que serán derruidos para construir en su lugar algo más apropiado a las necesidades económicas y tecnológicas del futuro. Como consecuencia de ello, el coste medio de la construcción es extremadamente inferior al valor del suelo, llegando a representar en las ciudades mayores un diez por ciento de este. En Tokio, por ejemplo, este hecho insólito ha provocado que, “desde el final de la guerra, aproximadamente el treinta por ciento de la estructura urbana se reconstruya cada diez años”[1].

La constante transformación del entorno físico no es un hecho reciente, sino que constituye uno de los fundamentos más antiguos y arraigados de la cultura japonesa, quizás debido a sus particularidades geográficas, que la someten constantemente a las fuerzas destructoras de la naturaleza y constituyen el mejor recordatorio de la transitoriedad del mundo.

Esta noción de impermanencia queda representada desde hace siglos en la ritual reconstrucción periódica del templo de Ise, el más antiguo del Japón. Esta práctica, conocida como shikinenzokan, condensa las ideas esenciales del sintoísmo, la fe en la necesidad de renovación periódica natural. Cada veinte años, se desmonta el templo por completo y se vuelve a construir en el mismo lugar, reponiendo los materiales dañados. Mediante esta reconstrucción, se preserva paradójicamente la continuidad histórica del templo, y se exalta con ello la idea de transformación y regeneración.

Esta paradoja entre continuidad y transformación, entre memoria e impermanencia me fascina. Precisamente porque soy europeo y para mí la memoria siempre ha estado asociada a cosas pesadas como las piedras de los templos o los tomos de las bibliotecas, la ligereza de esta concepción de la memoria como cambio permanente y su materialización arquitectónica me intriga. Pero no solo a mí. Durante siglos, esta paradoja ha influenciado a generaciones de arquitectos y ha dejado su impronta en la historia de la arquitectura japonesa. No obstante, fue tras el descalabro de la guerra cuando apareció un grupo de arquitectos que hicieron suyo este concepto de cambio, lo desempolvaron y lo utilizaron como motivo generador de toda una nueva arquitectura. En efecto, no se puede pasear por el Tokio actual sin hablar de los metabolistas.

Frente a la situación de rápida expansión urbana y cambios imprevisibles de la época de posguerra, los metabolistas rechazaron la visión mecanicista del diseño urbano moderno y propusieron “unos patrones que pudieran ser seguidos consistentemente desde el presente hacia un futuro distante”[2]. Tal proyección hacia lo lejano e impredecible era el reflejo de un cambio fundamental en la concepción urbana: la ciudad había dejado de verse como un artefacto. Se comenzó a entender como un proceso, lo cual les obligó a buscar nuevas estrategias urbanas basadas en la adaptabilidad y la renovación, dando lugar a tres paradigmas urbanos distintos.

Puesto que no se podía predecir la evolución de una ciudad, la mayoría de los arquitectos optaron por una estrategia de planificación urbana que distinguiera entre aquellos elementos que serían más permanentes (las infraestructuras) y aquellos que serían transitorios (los habitáculos). Esto dio lugar a la característica combinación de mega-estructura y célula como representación más dramática —por su autoritarismo y jerarquización del espacio— del concepto metabolista de ciudad como proceso.

Como alternativa a la organización jerarquizada que priorizaba la infraestructura sobre las partes individuales, Fumihiko Maki sugirió con la noción de forma colectiva que el orden debía surgir de la agrupación no jerárquica de elementos individuales. Tal orden se basaba en la coherencia entre parte y todo, como se puede apreciar en varios asentamientos vernáculos de Europa, África o Japón, donde todos los elementos son variaciones de un mismo prototipo. El sistema mantiene un equilibrio dinámico, de manera que la forma colectiva puede crecer y renovarse sin que ello afecte a su carácter. Se crea así un sistema urbano de gran flexibilidad, donde el énfasis del diseño se desplaza de la estructura física a un orden perceptivo subyacente a la evolución de la ciudad.

Por último, la noción de ruinas de Arata Isozaki se oponía a la idea de que la evolución de una ciudad fuera un proceso continuo que pudiera, en mayor o menor medida, predecirse y estructurarse. Para Isozaki, el proceso de desarrollo de una sociedad podía verse repentinamente interrumpido  por un hecho catastrófico que diera lugar al final de un ciclo. Las metamorfosis podrían ser de dos tipos, constructivas o destructivas, y el ser humano viviría siempre entre ciclos de ciudad y ruinas: “En el proceso de incubación, las ruinas son el estado futuro de nuestra ciudad y la futura ciudad serán las ruinas”[3].

Pese a esta variedad, todas las visiones comparten la idea de ciudad como proceso en vez de artefacto y todas han sido absorbidas y materializadas, con mayor o menor éxito, por la sociedad japonesa. Prueba de ello son, por ejemplo, las grandes infraestructuras y construcciones que salpican la bahía de Tokio, los muchos proyectos influidos por Maki y sus teorías o las arquitecturas de emergencia que han surgido como resultado a las grandes catástrofes que ha sufrido el Japón. Sin embargo, esta idea de ciudad no es exclusiva de la cultura japonesa y fue también asimilada por arquitectos extranjeros vanguardistas en las décadas de la posguerra, aunque con menor éxito, quizá debido a la falta de un trasfondo cultural y un apoyo institucional como el que tuvieron los metabolistas. En este sentido, cabría resaltar las palabras de Rem Koolhaas en un artículo reciente en el que se declaraba fascinado por el papel del estado japonés en la gestación y patrocinio del movimiento metabolista: “Los metabolistas no fueron un grupo de arquitectos individuales, sino un movimiento que fue orquestado y, hasta cierto punto, inventado por el estado. En 1960, el estado japonés necesitaba presentar al mundo una vanguardia local del modernismo y los metabolistas fueron eso precisamente […]. Es particularmente fascinante esta figura del estado como agente creativo —muy diferente de la situación actual—  y como director de un movimiento de arquitectos, que orquesta el sector público para inventar un proyecto que gestione no solo el potencial de toda una nación, sino también sus flaquezas.” Y, a continuación añade: “Este era un tipo de clima arquitectónico diferente: el último momento en el que el sector público y la arquitectura estuvieron íntimamente conectados, de modo que el arquitecto tenía la seguridad de estar sirviendo a un propósito superior a su propia y simple fantasía o a la de su cliente” [4].

En este momento me detengo. No sé cuánto tiempo llevo caminando, pero mis pensamientos me han llevado hasta los jardines imperiales.  Cerca de donde me encuentro, se agolpa una multitud bulliciosa entorno de un árbol y saltan los flashes de sus cámaras sin pausa. Me acerco por curiosidad y descubro qué es lo que reclama su atención: es primavera y los cerezos están floreciendo. Los japoneses no paran de fotografiar y de fotografiarse con las hermosas flores blanquirrosadas.

Un nuevo ciclo comienza y los japoneses lo festejan con naturalidad y entusiasmo. Esta escena me hace pensar en mi Barcelona natal, donde el cambio es algo a lo que se tiene miedo por definición y que se intenta siempre reducir a operaciones de maquillaje. Quizás ahora, en el momento actual de implosión, cuando parece que asistimos ineludiblemente al fin de un ciclo económico y puede que también político, seamos capaces, con toda nuestra ciencia, de analizar y comprender mejor la naturaleza del hecho urbano, para convertir este aparente proceso de retracción en la sublimación de una nueva era urbana.

Me pregunto si una sociedad fuerte y evolucionada, segura de sí misma y de sus valores, no debería ser también una sociedad abierta al cambio, dispuesta a probarse, refutarse y reinventarse; pero esto sería otro paseo más largo, quizá acompañado por Popper[5].  Se ha levantado una brisa y el viento arranca las flores del cerezo, que vuelan describiendo trayectorias imposibles y llevándose mis pensamientos a otro lugar, hasta que los vuelva a encontrar en otra calle, en otra ciudad, en otro continente.


[1] ZHONGJIE, Lin. “Nagakin Capsule Tower: Revisiting the future of the recent past”. Charlotte: University of North Carolina, 2011.

[2] KAWAZOE, Noboru. ‘‘City of the Future” en Zodiac, núm. 9, 1961, p. 100.

[3] ISOZAKI Arata “The City Demolisher, Inc.’’ Bijutsu Shuppansha, Tokio 1971

[4] KOOLHAAS, Rem. “Another thing I wanted to tell you”,  Noviembre 2011

[5] POPPER, Karl. “La sociedad abierta y sus enemigos”, Ed. Paidós Ibérica. 2006

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