Obra

OBRA

Tres jubilados contemplando una obra. Una escena entrañable, antes cotidiana, que contiene dos actos en vías de extinción ─estar jubilado y obrar─, separados por otro de rabiosa actualidad ─la contemplación─. Contemplativos estamos hoy los arquitectos, faltos de júbilo y de obras, mientras los jubilados ven tambalearse su derecho a contemplar. Ambos compartimos la sensación de perder pie. Sentimos el vértigo de no poder obrar cuando todavía hay fuerzas para ello o el de tener que seguir haciéndolo cuando estas ya han menguado. No había este mareo en las excavadoras que socavan el terreno que las sostiene; tampoco en la postura de los observadores, que usan las vallas de obra como barandilla o reposapiés. ¿Qué ha fallado?

La propia imagen nos sugiere una respuesta. Examinada desde un punto de vista teatral, nos susurra que nuestro fallo se llama obra pública. Se entretiene en desglosarnos el concepto en sus dos partes al ponernos, literalmente, ante una obra con público. Por si todavía no entendemos, sitúa en primer plano a la parte de la que menos tendemos a acordarnos. Estamos ante una escena protagonizada por su propio público. Hay aquí una buena lección para nuestra obra pública, que durante años se ha desarrollado como una obscena acumulación de espectáculo. Del respetable, solo se esperaba que pagara la entrada y aplaudiera. Ante esta falta de respeto, los focos se centraban en las vedettes arquitectónicas que encabezaban el cartel y en los promotores que descorrían el telón a golpe de cuatrienio. Entre bastidores, la malversación y el despilfarro.

¿Qué ha fallado? Nos lo insinúan las palas de las excavadoras, que revuelven el terreno para llevar sus estratos inferiores a la superficie. Es en esta revolución, en esta permanente labor redistributiva, donde radica la razón de ser de la obra pública. Cada infraestructura, cada equipamiento, cada espacio público sufragado con impuestos debería constituir el salario indirecto que complementa los ingresos de las clases desfavorecidas. Nada más lejos de la realidad. Mientras desatendía necesidades tan básicas como la vivienda social, el transporte masivo o la sanidad universal, la obra pública se ha prodigado en artefactos de fastuoso coste, inviable mantenimiento y dudosa utilidad. Mal llamadas “ciudades”, fingiendo consagrarse a los deportes, las culturas, las artes o las ciencias, mientras confundían lo público con lo publicitario; construcciones faraónicas poniendo trenes voladores y aeropuertos sin vuelos al servicio de la exclusividad. Todos ellos reservados a la clase business y vedados a la base de la pirámide social; vaciando las arcas del Estado y llenando los bolsillos de grandes constructoras, cuando no de cargos electos o de sangre azul.

Al transferir riqueza hacia arriba en lugar de hacerlo hacia abajo, la obra pública no solo se ha saltado el guión de la equidad; también se ha desviado del de la sostenibilidad. Lejos de costearse con los tributos de los que más tienen, se ha financiado mediante los préstamos que ellos mismos vendían y que las generaciones futuras tendrán que devolverles con y contra sus intereses. Aquí ─y no en la verdura─ está lo realmente sostenible, que tanto nos llena la boca a los arquitectos: en transferir riqueza hacia el mañana en lugar de derrocharla en el presente. Y es precisamente ahora, mientras esta tropelía a la que llamamos crisis trae consigo la coartada de los recortes, cuando más necesaria resulta una transferencia orientada hacia abajo y adelante. Reformada en estos dos sentidos, la obra pública puede llevarnos hacia la salida de la ruina en la que estamos.

La reforma debe empezar por la antesala de la obra pública, los concursos. Estos adolecen de similares problemas de desorientación. En lugar de repartir las oportunidades de acceso a la obra pública, las concentran en pocas manos; en vez de equilibrar las condiciones en las que las propuestas compiten, las descompensan; lejos de transparentar las razones del veredicto y sus  consecuencias, las encubren. Los concursos son hoy un filtro excluyente, un parapeto tras el cual una élite con solvencia supuestamente contrastada se blinda de la competencia de aquellos que todavía no la han podido contrastar. Craso error político. Si para construir una biblioteca siempre hubiera hecho falta haber construido alguna biblioteca, simplemente no tendríamos bibliotecas. Cortar el paso a arquitectos jóvenes, con pocos medios o sin obra construida no es solo un agravio comparativo, contrario a la función redistributiva. Es, sobre todo, una forma absurda de asfixiar doblemente a la sociedad.

Por un lado, se la condena a una endogamia que le impide enriquecerse del acervo cultural que ella misma ha producido. Así desperdicia la ingente inversión que ha supuesto la titulación de buena parte de sus arquitectos ─aptos legalmente para firmar bibliotecas─, y los empuja a la precariedad laboral o a la fuga de cerebros. Por el otro, se la despoja del vital riego de ideas que conlleva el relevo generacional. En la coyuntura actual, la sociedad no puede permitirse el lujo de desaprovechar el potencial de cambio latente en estas ideas. Por ello, no solo es fundamental, sino también urgente, una reforma del sistema de concursos públicos, que deben ser más accesibles, más equitativos y más transparentes.

Volviendo a la fotografía, cabe preguntarse qué beneficios nos trae el vértigo que ahora compartimos con los entrañables jubilados que antes contemplaban nuestras obras. Si interpretamos el vértigo como pérdida del sentido del equilibrio, no hemos ganado nada. Andábamos ya bastante desequilibrados. Si, por lo contrario, lo entendemos como miedo a las alturas, como rechazo a la verticalidad, no todo está perdido. Quizá entonces tomemos consciencia de obreros. Obreros como los anónimos maestros de obras. Obreros cuyo valor reside en la capacidad de obrar y no solo en sus obras. Obrar no es solo trabajar (en el sentido de vender tiempo), es también labrar (como las excavadoras). Obrar es hacer algo, algo que existe (que obra) en un lugar determinado. Y este algo no implica necesariamente competencia, ni siquiera liderazgo. Puede lograrse cooperando, colaborando. Obrando y labrando juntos. Pero este ya sería otro artículo.

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