Las líneas esféricas

El modelo de la razón misma es la orientación en el espacio”. (Peter Sloterdijk parafraseando a Kant1)

No existe ninguna línea recta en la naturaleza. La línea recta es una abstracción del hombre, un producto de su sistema de representación del mundo, que bebe de las aguas del pensamiento griego y de la geometría euclidiana. En ella, la recta se define como la sucesión infinita de puntos en una sola dimensión o dirección y, por lo tanto, no tiene principio ni fin. La única recta que el hombre conoce de la naturaleza es, paradójicamente, el horizonte.

La relación del hombre con el territorio ha sido siempre conflictiva, difícil, incluso dramática. En tiempos prehistóricos, el hombre vivía al amparo de ciertos elementos naturales que le proferían cobijo frente a las inclemencias del tiempo. Poco a poco y haciendo uso de la razón, fue configurando sistemas lógicos que le permitieron crear estructuras para guarecerse. Así fue cómo surgió la primera arquitectura: en una lucha contra la naturaleza por el dominio, la independencia y, sobre todo, la seguridad del hombre. Nada de ello le habría sido posible sin su capacidad de abstracción, que le permitió abstraer los elementos comunes a diferentes experiencias, para posteriormente relacionarlos de forma lógica y poder así crear leyes o modelos que explicaran y predijeran los acontecimientos que se sucedían a su alrededor.

Con todo, subyace, en la relación del hombre con la naturaleza, un problema evidente: la diferencia de escala. Ya los antiguos se dieron cuenta de que la única forma de relacionarse con una entidad superior, ya fuera esta la totalidad del mundo físico o incluso la divinidad, era mediante la abstracción de unas formas puras que conectaran con la esencia primigenia, entiéndase lenguaje original, de una realidad para ellos tan inabarcable como inaprehensible. Fruto de esta lógica son la mayoría de templos o lugares sagrados que conocemos, desde los monolitos de Stonehenge hasta el Partenón de Atenas, entre otros muchos ejemplos. Todos comparten ese formalismo abstracto que los segrega en cierto sentido de lo natural y los aproxima a la esencia o forma de lo real, algo que nos recuerda ineludiblemente a la teoría platónica de las ideas.

La arquitectura constituye, por lo tanto, el medio cultural a través del cual el hombre se comunica con su entorno, ya sea con fines religiosos o de otro género. La arquitectura refleja, de este modo, los valores y el espíritu de una época; pero, como veremos a continuación, el hombre evoluciona, y con él, su cultura, sus aspiraciones, sus miedos y su forma de relacionarse con el mundo. La arquitectura puede y debe dar respuesta a estos cambios, en tanto que instrumento de relación con el espacio, pero antes debe comprender la situación del hombre en el mundo para poder darle un lugar donde habitar en paz.

Los hombres, nos recuerda Sloterdijk, vivimos en espacios, en esferas, en atmósferas de coexistencia, “ya sean relaciones intrauterinas, historias amorosas o nuestra inserción en las comunidades y sistemas políticos ―locales y globales― que forman nuestros modernos e hipercomplejos modos de estar en elmundo”2. Desde las microesferas íntimas (relaciones de tipo intrauterinas) a las macroesferas (estructuras políticas del tipo estado o nación), el hombre ha “intentado reconstruir la comodidad biológica y utópica de la caverna original de sus microesferas íntimas mediante la ciencia, la ideología y la religión”. Como consecuencia, ha creado un espacio de intersección y superposición de esferas cada vez mayores donde poder sentirse protegido sin éxito. Nuestro afán de conocimiento, nuestra curiosidad intrépida, constituyen una pulsión expansiva que nos impele a desafiar los límites de la mismísima esfera metafísica en la que nos cobijamos hasta hacerla estallar. “Cuando esto sucede, se produce una crisis, una catástrofe, y los seres humanos deben aprender a arreglárselas para existir en la intemperie, expuestos al aliento frío del afuera”3. Es, sin embargo, en estos momentos, cuando el hombre hace valer su ingenio más feroz, su razón más descarnada, para volver a orientarse en el espacio vacío en el que se ve inmerso.

Sloterdijk denomina a este proceso globalización expansiva e identifica, hasta el momento, tres fases o estadios. La primera, la de globalización morfológica, por la que el hombre escapa de su primera esfera protectora: el sistema de inmunidad cósmica que nos confería el orden de la ontología clásica, bien como cosmología bien como teología, mediante una teoría de lo real y absoluto con forma de esfera perfecta. La segunda, la marítimo-terrestre, en la que España ocupó un lugar relevante, como protagonista de la circunnavegación del globo que acabó para siempre con la imagen de una tierra plana protegida por una bóveda celestial. El hombre perdió así su centro de referencia, ya no habitaba el centro de una esfera, sino que se encontraba afuera, sobre su desoladora superficie desprotegida. A este descubrimiento le siguieron 500 años de dominación unilateral, hasta llegar a un punto de saturación moral, técnica y sistémica1. Al final de este periodo de la historia, es cuando se produce lo que podríamos denominar la fase de mundialización o globalización electrónica. El hombre crea un nuevo espacio de intercambio en el que lo que se intercambia es virtual: el mundo del capital. Las distancias desaparecen y todo se vuelve una malla isótropa de nodos y flujos para el intercambio de mercancías. El espacio se llena así de emisiones electromagnéticas, y crea una maraña invisible de líneas de información que envuelven la atmósfera terrestre con un equívoco manto de seguridad electrónica.

¿Cómo habitar en este espacio homogeneizado, desjerarquizado y descentralizado, carente de un interior y un exterior, sin fronteras ni referencias? ¿Cómo articular un espacio que devuelva el centro perdido, ese punto vital sobre el que gravite la vida de sus habitantes? ¿Puede la arquitectura devolver el origen a los hombres, dotarlos de una referencia estática en medio del caos de coordenadas e información que se ha vuelto nuestro planeta? ¿Puede satisfacer al mismo tiempo las nuevas aspiraciones expansivas del hombre, su afán de proyección, de desafío, de superación?

En definitiva, ¿puede la arquitectura orientarnos en el espacio frío?



A principios del s.XX, se produjo un giro en la concepción artística del espacio. Las vanguardias europeas introdujeron una visión esencialista y universal de la realidad, “que proponía despojar al arte de todo elemento accesorio en un intento de llegar a la esencia a través de un lenguaje plástico objetivo y, por lo tanto, universal”4. A través de un proceso de abstracción progresiva se eliminaría todo lo superfluo hasta que prevaleciese sólo lo elemental, la esencia, y las formas se irían reduciendo a componentes fundamentales: punto, línea y plano. Hasta aquí, lo que se enseña en los libros de historia del arte. Pero, ¿es realmente comparable el trabajo de un pintor sobre una tela con el de un arquitecto sobre la materia? ¿Tienen ambos los mismos objetos, sujetos y aspiraciones? En mi opinión, no.

Para llegar a entender obras características del momento de esplendor de la arquitectura moderna, justo en el período de cambio de la segunda fase de globalización (marítimo-terrestre) a la tercera (electrónica), uno no puede circunscribirse únicamente a las teorías artísticas del momento. La arquitectura, a diferencia de otras disciplinas artísticas, nos relaciona con el entorno y expresa nuestra voluntad para con él. La voluntad de las casas de Wright, de Mies o de Neutra, por tomar las referencias más claras es, por un lado, la creación de un centro, de un hogar, sobre el que gravite el espacio; y por otro, la inmediata proyección de ese espacio hacia el exterior, en todas direcciones. El centro se define como resultado de la intersección de ejes constructivos, de líneas de fuerza que determinan y relacionan el espacio por ellas encerrado con el espacio hacia el que se proyectan. Se constituye así una nueva forma de proyectar en la que el perímetro se diluye y se desvanece, para dejar lugar a los ejes visibles de la estructura, que articulan y orientan el origen de un espacio cartesiano tridimensional: nuestro espacio vital. La arquitectura muestra, de este modo, la paradoja del hombre moderno: ansioso por encontrar un origen al que aferrarse e impelido, al mismo tiempo, a propagarse por un espacio en el que han desaparecido las fronteras.

En este difuso momento, inmersos de lleno en la fase de mundialización o globalización electrónica y experimentando ya la llamada segunda revolución digital, se aprecia, dentro del caos actual de producción y difusión arquitectónicas, una preocupante dicotomía. Por un lado, edificios que, por su descomunal tamaño y presencia ―que no prestancia― pretenden erigirse en nodos, en puntos capitales de una red invisible de flujos. Por otro, edificios que se autodenominan fluidos y que enfatizan esa total ausencia de centralidad o gravedad, esa identificación con lo esencial de un flujo: el movimiento perpetuo. Son los famosos edificios puente, viga, pasarela, gusano… y otras formas de difícil definición.

Sin embargo, a pesar de todo, encontramos todavía algunos proyectos que recuperan esa voluntad de los modernos por configurar espacios de centralidad, sin renunciar a la proyección intelectual, cultural y espiritual del hombre. Son proyectos más depurados, menos teóricos y más arraigados. Buscan una conexión con su entorno más ancestral y tosca, pero más directa. La arquitectura ya no se posa sobre el terreno, como hacían los griegos; ahora se inserta en él, se arraiga, se entrelaza, y al mismo tiempo se eleva, vuela y resplandece sobre el horizonte con osadía y temeridad.

Existe un caso particular, una obra especial, que ejemplariza a la perfección lo que estamos aquí comentando. Se trata de la casa Algarrobos de José María Sáez y Daniel Moreno, una casa situada en las alturas, sobre el valle de Quito (Ecuador), en el extremo opuesto al volcán activo de Pichincha.

Más que un objeto, se genera un sistema definido por un número limitado de elementos y un conjunto de reglas de relación entre ellos. Depurando los elementos por simplificación y sistematización y, simultáneamente, enriqueciendo su capacidad de generar relaciones, se busca una arquitectura universal que humanice e intensifique nuestra relación con la realidad de partida”.

Ocho piezas metálicas iguales de 18 por 1,25 metros se anclan en el terreno y se proyectan hacia el vacío del valle. El espacio de la vivienda queda por ellas confinado, pero, al mismo tiempo, liberado, al proyectarse hacía el paisaje. Son vigas abstractas que al orientarse en tres direcciones ortogonales no solo buscan su relación con el entorno, sino que determinan un nuevo espacio ―vectorial― de relación. La vivienda se convierte en elemento de protección y liberación, y representa con ello la nueva realidad del hombre y lo dota de un sistema de referencia con el que afrontarla.

Esta estructura cumple una intermediación necesaria entre la escala del paisaje y la de la persona”, las horizontales enmarcan las vistas y acompañan el recorrido de sus habitantes por el paisaje, las verticales marcan la posición de la casa en el horizonte y le confieren una dimensión de verticalidad espiritual.

Sostenido en la estructura metálica, otro subsistema de madera completa la definición de los espacios, y diluye por repetición y simplificación su condición de cerramiento. Superficies de cristal protegen la madera y completan el cierre de los espacios. Los cristales, en muchos casos móviles, establecen una relación reforzadora del entorno, ya sea por transparencia o por reflejo. La utilización de láminas de agua sobre techos metálicos insiste en la estrategia de reflejar el entorno, y diluye en parte la presencia de la arquitectura.

»La relación del usuario con el sitio es el elemento generador del proyecto, se busca cómo intensificar su relación con la realidad (lugar, material, actividad) a partir de un sistema formal y constructivo básico que hace inteligible también el origen mental de nuestras decisiones5.”

Y, sin embargo, nos seguimos preguntando si esto es suficiente. Si la orientación en el espacio es premisa suficiente para la realización del hombre. Si con el origen ya se da todo, como decían los griegos, o si el hombre tiene una responsabilidad ulterior. Estamos tan perdidos y defraudados por el estallido de la gran esfera metafísica, que requerimos un nuevo centro más íntimo y cercano: el hogar. No obstante, corremos el riesgo de quedarnos solos en nuestro espacio de abstracción. Es, por ello, preciso que esas líneas tan rectas acaben por curvarse, como el horizonte, para cerrar círculos, esferas, espacios de coexistencia donde el hombre pueda habitar en conexión no solo con la naturaleza, sino también con sus semejantes.

¿Podemos pedirle a la arquitectura algo más que un origen y una proyección? Yo creo que sí.

(1) ver En el mundo interior del capital, de Peter Sloterdijk

(2) ver Peter Sloterdijk: esferas, flujos, sistemas metafísicos de inmunidad y complejidad extrahumana, de Adolfo Vásquez Rocca (Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 17 (2008.1) Universidad Complutense)

(3) ver Esferas, de Peter Sloterdijk

(4) ver http://es.wikipedia.org/wiki/Neoplasticismo

(5) de los arquitectos autores José María Sáez y Daniel Moreno

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