La cultura arquitectónica italiana del siglo XX tiene en Ernesto Nathan Rogers a uno de sus protagonistas más importantes.
Al acabar la carrera, en 1932, Rogers fundó junto a Gian Luigi Banfi, Ludovico Barbiano di Belgiojoso, y Enrico Peressutti el estudio BBPR, con el que firmó numerosos proyectos urbanísticos y arquitectónicos de gran relevancia como la Torre Velasca en Milán o el Plan Regulador del Valle de Aosta.
Rogers dirigió dos revistas italianas de gran prestigio: Domus (1946-1947) y Casabella-continuità (1953-1965). Utilizó los editoriales de Casabella-continuità como tribuna de opinión para interpretar, criticar y divulgar la cultura arquitectónica de todo el mundo. Le interesó reflexionar sobre la formación del arquitecto y se comprometió a la enseñanza en el Politécnico de Milano hasta pocos años antes de su muerte.
Como una muestra de su inquietud y del interés de su aportación traemos aquí traducido su texto Utopía de la realidad, publicado en el número 259 de Casabella-continuità en enero de 1962 con el título Utopia de la realtà. Puede encontrarse ahora también en la reciente publicación Ernesto N. Rogers. Editoriali di Architettura (Zandonai Editore, 2009).
La utopía no es siempre “imagen vacía y sin fundamento” ni “quimera, castillo en el aire, etc.” según la fría definición de los diccionarios. Puede ser una carga teleológica que proyecta el presente en un futuro posible, aún siendo sus formas irrealizables a causa de los muchos condicionantes que limitan la expresión de los contenidos y las acciones necesarias para hacerlos operativos.
Hay que revitalizar el concepto de utopía: de pensar concretamente en una sociedad mejor (no, claro, en un mundo en el que sólo haya gente honesta, solo guapos y honrados, sino un mundo construido con medios reales para fines reales). Por otro lado, no se ha dado nunca un progreso que no haya sido promovido por el impulso de alcanzar metas más altas y lejanas.
No existe un lugar mejor que la escuela para enfrentarse a temas como éstos ya que quien no está presionado por el peso de las contingencias puede dedicarse de una forma más despreocupada a esos problemas que, aunque en ese momento no parezcan tangibles, no dejan de ser concretos y reales. Tan solo es necesario penetrar en la realidad, extraer de ella su esencia, establecer las relaciones inmanentes, vivificarlas y hacerlas entrar en el ciclo evolutivo, de modo que maduren y se hagan realidad para favorecer, por tanto, nuevos cambios evolutivos. La Academia que, por ejemplo, con Platón se había convertido en el lugar por excelencia de esas investigaciones, tanto más válidas cuanto menos relacionadas estaban con lugares comunes y con intereses inmediatos, se ha reducido con el tiempo a símbolo de un hábito apartado de la vida: condenado al inmovilismo, a la retórica de lo áulico, a la más perniciosa alienación.
Las escuelas mismas, las de arte y las de arquitectura, se han convertido muy a menudo en “académicas” en la acepción negativa del término. L‘École de Beaux-Arts ha forjado el gran modelo de concepción estática de los estudios y de la existencia, lo que influyó sobre la actividad práctica inspirada precisamente en semejantes esquemas abstractos a copiar.
Van de Velde fue de los primeros en reaccionar contra los errores que se cometían; él llevó la crisis hacia aquella ruptura completa que tuvo lugar en la Bauhaus de Gropius y el Movimiento Moderno.
Innegablemente, el valor de estas revoluciones, aunque asumiendo datos de la realidad, aporta energía de una fuerte carga utópica; basta con examinar el plan Voisin de Le Corbusier (y, por supuesto, también la Broadacre City de Frank Lloyd Wright) para constatar la profunda discrepancia que existe entre la visión de los artistas y el ambiente formado por la mayoría de sus contemporáneos, para entender que esos fenómenos han surgido precisamente como reacción contra la “realidad” de los conformistas, de los mediocres y de los pusilánimes.
Se podría incluso afirmar que una parte de las profecías anunciadas son sólo alucinaciones, pero, si esos fenómenos se reducen a sus motivos más originales y válidos, se tendrá que reconocer que corresponden a razones propias de la cultura arquitectónica a pesar de que ésta, precisamente por el hecho de estar viva, deberá volver a considerar las soluciones propuestas e identificarlas con nuevos contenidos.
Algunos, debido sobre todo a cuestiones ligadas a la actividad profesional o ignorando los fundamentos de las investigaciones evolutivas, han creído que el sentido constructivo y creativo de la cultura puede y debe ser sustituido por el practicismo (el cual es al fenómeno arquitectónico total como los músculos a la fuerza integral de la personalidad).
¿Quién puede negar que las técnicas son necesarias para la realización del fenómeno? Pero, por otro lado ¿quién puede afirmar, sino denunciando implícitamente su temeridad, que las técnicas, en sí y de por sí, son suficientes para insertar el fenómeno en la totalidad de la historia y conferirle vitalidad? No existe una alternativa posible o antítesis entre los aspectos técnicos y los teóricos de la actividad arquitectónica porque ambos tienen que contribuir a la síntesis del fenómeno compositivo. Para restablecer el equilibrio de los estudios es necesario, entonces, que en las escuelas de arquitectura la investigación integral ocupe el sitio que le corresponde porque en esta época dramática es necesaria la renovación de todo el conocimiento: es necesario profundizar en el concepto de realidad, y considerar real toda superación razonable de los confines contingentes. Resulta evidente que si la escuela académica tradicional, en una actitud de tipo formalista, pecaba de abstracción, en cuanto que solo consideraba una parte de los problemas, la escuela practicista es igualmente parcial, ya que se desarrolla sobre el señuelo de una “oficina técnica” y no puede aspirar a metas altas ni contribuir integralmente a los estudios.
Si no se tiene miedo a las palabras y se quieren superar los límites nominalistas que en este caso han alcanzado ya un significativo deterioro, se puede esperar que la escuela sea una academia, como tiene que ser, pero no un lugar inaccesible a la vida donde se consagran, o a lo sumo se repiten, las experiencias ya legalizadas (¡y por qué pobres leyes!) sino más bien un servicio activo del complejo social que tiene como objetivo la investigación: un laboratorio donde se produzca cultura.
Existe algún riesgo: es el de quien se enfrenta libremente a los problemas de la existencia y sabe que la evolución conlleva una lucha continua. Si se piensa hasta qué punto es necesario forjar herramientas para superar las dificultades del mundo más que adaptarse –con la ilusión de la garantía– a las actuales condiciones, se tendrá no sólo que aceptar sino incluso promocionar el uso de la crítica y de la imaginación, fulcros de la investigación arquitectónica.
Traducción: Federica Bufano
Selección y revisión: Ángel Martín Ramos