Esquela

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Un coche en el cementerio. Nos hemos habituado a que el automóvil nutra y densifique las necrópolis, aunque todavía nos cuesta reconocer que su efecto sobre la ciudad de los vivos es el contrario. La mata. Coche, ciudad y muerte, así reunidos en una imagen, constituyen una esquela anticipada que nos avisa de la defunción de lo urbano. La masificación del vehículo privado no solo ha provocado la necrosis de las modélicas urbes que hemos heredado de épocas peatonales. También ha acabado con nuestra capacidad de hacer buenas ciudades. Nadie en su sano juicio puede sentir orgullo de los crecimientos urbanos que hemos desarrollado en los últimos sesenta años y el coche ha tenido un papel determinante en este proceso de desaprendizaje.

El tráfico actúa como el colesterol que obstruye los vasos sanguíneos de los tejidos históricos. Privatiza la movilidad, haciéndola más ineficaz y, sobre todo, menos equitativa y sostenible. Provoca que nos molestemos unos a otros al desplazamos y que sea más difícil hacerlo andando, en bicicleta o en transporte colectivo. Incluso dificulta la distribución de mercancías, que tan bien ha funcionado como coartada contra la peatonalización. Tanto aparcado como moviéndose, el vehículo privado ocupa el espacio público en proporciones desbordantes. Poluciona el ambiente haciendo que fumar sea obligatorio, nos impide jugar en la calle o nos fuerza a dormir inmersos en un estruendo constante. Lleva décadas minando la calidad de vida de la ciudad densa, alimentando el deseo de evasión hacia una periferia dispersa y supuestamente verde.

El automóvil es el vehículo de expansión de lo que Mario Gaviria llamó “ideología clorofila”, el motor de la dispersión territorial que esta ha provocado. Soñar en una casa a cuatro vientos, con jardín y piscina, es indisociable del monovolumen o el todoterreno aparcado en la entrada. Pero este sueño de libertad asilvestrada se torna pesadilla con el individualismo colectivizado que transforma la naturaleza en un monstruoso minigolf. Las inacabables ristras de viviendas pareadas, las tediosas extensiones de chalés suburbiales, incluso los grandes bloques que flotan en el vacío de tantos polígonos residenciales son el estigma de una dependencia enfermiza del coche. Ante la posibilidad de una movilidad motorizada que mide las distancias en unidades de tiempo sin atender a escalas espaciales o energéticas, los monocultivos residenciales desligan la vivienda de actividades como el comercio, la cultura o el trabajo. Esta dislocación es tan antiurbana como antinatural. Por un lado, la maraña de capilares asfaltados que riegan la dispersión, junto a las pesadas infraestructuras arteriales donde desguazan, descuartizan el territorio y ofenden a la naturaleza. Por el otro, penetran en las ciudades como elefante en cacharrería, desgarrando tejidos, segregando barrios, diluyendo límites.

¿Dónde ha quedado el modelo de ciudad mediterránea? ¿Qué ha sido de la idea europea de ciudad? A medida que atropellamos principios como densidad y mixtura, resulta más difícil reconocer en nuestras urbes los valores heredados de una longeva tradición. Aunque pretenda distinguirse del modelo americano, lo cierto es que Europa mantiene una política esquizofrénica frente al automóvil. Con una mano, lleva décadas invirtiendo grandes esfuerzos en la reconquista de sus tejidos históricos, peatonalizando barrios, desmantelando autopistas intraurbanas, promoviendo la bicicleta o reinstaurando sistemas de transporte público como el tranvía. Con la otra, amplía las ayudas a la industria automovilística o destina asombrosas partidas presupuestarias a la construcción de túneles, acueductos y autopistas. Mientras, los anuncios de coches nos llueven, no ya desde televisiones estatales, sino desde los mismos autobuses públicos que deberían combatirlos.

La esquizofrenia nos toca de cerca. El Ayuntamiento de Barcelona, que nos recuerda en cada paso de cebra que “todos somos peatones” como si además fuéramos imbéciles, dedica en plena época de recortes obscenas cantidades de dinero público a la instalación de semáforos cuyo diseño nada tiene que envidiar a un smartphone. Mientras tanto, no ve ningún conflicto de intereses entre su deber de mitigar el impacto del tráfico y financiarse mediante una lucrativa red de aparcamientos municipales. Más allá del casco urbano, los peajes de las autopistas catalanas están siendo objeto de un motín de ciudadanos que se niegan a seguir pagando por infraestructuras cuyo coste inicial ya ha sido recuperado más de diez veces por parte de sus concesionarias. Al mismísimo borde de la bancarrota, España sigue inaugurando tramos de autopista sin sonrojarse por tener un ratio de kilómetros de vía rápida por habitante que es, aproximadamente, el doble que el de Francia o Alemania, casi el triple que el de Italia y más de cinco veces el del Reino Unido.

¿Está el sur mediterráneo tan lejos del norte? ¿Es Europa tan distinta de América? Quizá el fenómeno del coche no responda tanto a idiosincrasias culturales como a un determinado modelo político. Noam Chomsky explica cómo, durante los años cincuenta, el gobierno de los Estados Unidos lanzó uno de los programas de ingeniería social más vastos de todos los tiempos al permitir que tres compañías como la General Motors, Firestone y Standard Oil compraran y desmantelaran la red nacional ferroviaria para privilegiar la movilidad por carretera, con lo cual podían ─ y pudieron─ganar mucho dinero.

Con el capitalismo hemos topado. El que ahora se tambalea, sumido en una crisis financiera que David Harvey ha calificado como eminentemente urbana ─suma de deuda privada hipotecaria y deuda pública para infraestructuras─,muere matando ciudades. Y precisamente el automóvil, fetiche capitalista por antonomasia, nos permite describirlo como una perfecta road movie, que no terminará mientras siga en marcha. Ante la incapacidad de ponerle un freno civilizado a este proceso desbocado, no cuesta imaginar que la peli acabe como Thelma y Louise.

Volviendo a la fotografía, invirtámosla, con un peatón en un cementerio de coches. Esta es la distópica escena que nos depara el peak oil si no somos capaces de frenar antes del precipicio. El parque móvil será entonces inmobiliario; cada coche abandonado será un pequeño edificio a derribar. Cabe preguntarse qué haremos con las autopistas y con la lacra de la ciudad dispersa. Pero este ya sería otro artículo.

4 Comments

  1. J. Safont-Tria

    David, un article molt agut i amb una foto extraordinaria! Quin gran tema. Si bé és cert que l’automòbil ens ha facilitat , i millorat, molts aspectes de la nostra manera de viure, també és cert que el territori urbà ha perdut la battalla per acabar sent un espai exclòs i fraccionat. I com bé dius: el fum! la pol·lució! tot és cobert d’una fina capa de polsim negre, irrespirable per als pulmons dels nostres fills. I el soroll? Ens hem tornat sords? De camí cap a la llar d’infants, no puc ni parlar amb el meu fill fins que arribem a la plaça del Fènix (peatonal) perquè no em pot sentir!… Però vaja, això ja seria un altre article ;)

  2. David Bravo

    J, gràcies pel teu comentari! Penso que el cotxe facilita (millora) aspectes de la nostra vida que ell mateix, prèviament, ha dificultat (empitjorat). És una mena de cercle viciós del que no és fàcil sortir-ne de manera individual. Jo mateix em moc en moto, i uso el cotxe de tant en tant. No pretenc donar lliçons a ningú; crec que és un problema col.lectiu del que només en sortirem plegats… Salut!

  3. Impresionante, no hay una sola palabra cuyo significado no comparta y, hasta cierto punto, represente, no desde la convicción sino de la adicción. Zorionak!!! Me apunto a tu descubrimiento!!!

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