Indigencia


Otra persona durmiendo en un banco. Sin techo. La expresión en castellano es algo más materialista que la inglesa ‘sin hogar’ y bastante menos burocrática que la francesa ‘sin domicilio fijo’. En cualquier caso, las tres aluden a la desposesión de uno de los lugares más fundamentales para el desarrollo del individuo. La casa, el ámbito por excelencia de la privacidad, donde se duerme, se cocina o se hace el amor, es hoy un lujo. La arquitectura, que la ha tenido como meollo de sus quehaceres desde los principios de la humanidad, debería sentirse concernida.

En España son más de 25.000 las personas que viven en la indigencia, empeñadas en contradecir el artículo 47 de la Constitución cuando establece que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”. La contradicción roza el absurdo si tenemos en cuenta que a principios del presente año el stock de viviendas desocupadas rondaba los dos millones y medio, de donde resultan unos cien pisos por cabeza. Ni siquiera son tantos los cajeros disponibles.

El sinsentido no se atenúa cuando nos alejamos de los extremos de la exclusión social. El país donde la casa es un lujo tenía un parque de más de veintiséis millones de viviendas a finales del año 2008, recién estallada la burbuja inmobiliaria. Sobre un total de aproximadamente diecisiete millones de familias, a cada una de ellas le correspondería de promedio más de un piso y medio. Atendiendo a esta tasa, una de las más altas del mundo, nadie puede decir que los arquitectos españoles hayamos estado ociosos en los últimos lustros.

Lo cierto es que hemos construido demasiado y mal. Durante la época en la que cualquier piso se vendía, ya fuera una covacha inhabitable o estuviera en la inhóspita Seseña, nuestra profesión se ha ido despojando de referentes teóricos, de códigos deontológicos, de función social. Hemos dilapidado el territorio, hemos despedazado el tejido urbano y hemos degradado la casa al nivel de simple mercancía. Aún así, inexplicablemente, la arquitectura española se ha convertido en referente mundial.

Hoy, para nuestro desespero, el desplome del número de viviendas visadas por los colegios profesionales podría contribuir a disminuir la cantidad de pisos vacíos. Sin embargo, esta cantidad aumenta con la ayuda inestimable de las cerca de trescientas mil ejecuciones hipotecarias llevadas a cabo en España desde el año 2007. Aunque no parezcan alarmantes a ojos de nuestro colectivo, estos desahucios han condenado a otras tantas familias a perder su casa sin saldar su deuda y amenazan a buena parte de ellas con una irremediable exclusión social.

No sabemos cuántas víctimas de los desahucios podrían acabar protagonizando fotografías como la que encabeza este texto. En cualquier caso, seguro que no son pocas las que estarán de acuerdo con el pronóstico de una de las pancartas que en los últimos meses han llenado de ingenio nuestras plazas: “si confías en tu banco, dormirás en él”. A estas alturas, ya casi nadie se opone a señalar la responsabilidad directa de los bancos en la desocupación masiva, tanto de casas como de personas. Hablamos, claro está, de los bancos en los que todavía es posible dormir, no de aquellos otros, extintos ejemplares del mobiliario urbano, que han sufrido en nuestras cómplices manos las más perversas estrategias de diseño preventivo para barrer la pobreza del espacio público.

Los bancos. Si se quiere, los poderes financieros. En definitiva, el mercado. He aquí el  contendiente con el que se está batiendo en los últimos meses la democracia. Aunque solo fuera por curiosidad intelectual, este es otro motivo por el que la arquitectura debería sentirse concernida. Mercado y democracia, ambos hijos de la plaza, están echando en ella un pulso crucial. Apoyada por las redes sociales del mundo virtual, la indignación ha elegido este escenario físico para devolverle su sentido como espacio público. Lo ha hecho mediante un acto transgresor y a la vez constructivo, la acampada, que ha llenado el vacío urbano por antonomasia con casas provisionales organizadas en algo parecido a una alcazaba (kasbah).

Así, mientras renacía como ágora, como corazón de la ciudad —y, por tanto, de la sociedad—, la plaza ha dado lugar a otra ciudad y origen a una nueva sociedad. Algunos carteles lo anunciaban utilizando el registro de las grandes obras públicas: “Disculpen las molestias, estamos mejorando el mundo”. Entre las mejoras que trae esta génesis, está la desarticulación de grandes malentendidos que pesan sobre la sociedad crepuscular. Por un lado, se ha desvelado la escisión existente entre democracia y mercado, que han dejado de parecer las dos caras de una misma moneda sin alternativas. Por otro, se ha diluido el supuesto antagonismo entre lo físico y lo virtual, quedando demostrado que el espacio público no pertenece a lo material ni a lo geométrico, sino a valores intangibles como la libertad o la igualdad.

Precisamente, ha sido esta concepción antagónica lo que ha llevado a las castas que se aferran al poder impidiendo cualquier relevo generacional a ningunear la potencia de lo virtual. En manos de una generación sin futuro pero sin miedo, precaria aunque sobradamente preparada, las TIC están constituyendo una poderosa herramienta revolucionaria.

Volviendo a la fotografía, la escena que representa está cada vez más cerca de las pesadillas del arquitecto joven. ¿Cómo no lo estará en los tiempos que corren si en la cresta de la ola inmobiliaria ya era norma el empleo de falsos autónomos —cuando no de esclavos sin sueldo—, si el sistema de concursos públicos estaba blindado contra el acceso de nuevas visiones, si la universidad y la crítica se rendían embelesadas a los pies de la farándula? La pesadilla seguirá acercándose a la realidad mientras los arquitectos jóvenes no despertemos del sueño americano que todavía nos tiene convencidos de que el sacrificio nos depara la cúspide. Aquí sí hay motivos para sentirse concernido, para pasar de una vez por todas de la indigencia a la indignación. Pero este ya sería otro artículo.

1 Comment

  1. Mònica Oliveres

    Bravo, bravísimo. Ojalá artículos del calado y profundidad del presente aparecieran, ni que fuera de vez en cuando, en la premsa periódica de alcance. Apuntaría otro salto: si el primero es de la indigencia a la indignación, el siguiente debiera ser de la indignación a la acción. Si no la realidad seguirá velada

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