Inteligencia


Carros de la compra en una fábrica abandonada. El símbolo del consumo en el templo de la producción; una coincidencia que solo se explica en el contexto de la desindustrialización. Los carros no están aquí para colmar a algunas generaciones a costa de muchas otras y sin acabar de satisfacer a ninguna. Son carros de chatarra, de cartones y de otras materias primas recogidas en el extremo opuesto de la cadena productiva, la basura. Carros empujados por almas igualmente desechadas, desterradas del mercado laboral y la sociedad de consumo. Carros que vienen a las fábricas destripadas para devolverles lo que antes vomitaban. Y seguirán viniendo, convertidos en vehículos de la subsistencia y el rebusque, mientras la ciudad se empeñe en ignorar qué hacer con ella misma, a qué dedicarse, cómo ganarse la vida.

La imagen proviene del Poblenou, aunque bien podría corresponder a cualquier otra parte del todavía llamado “mundo industrializado”. Apenas hace unas décadas, este barrio barcelonés era tan productivo que merecía el sobrenombre de Mánchester catalán. Hoy, tras años de deslocalizaciones y terciarización, se hace llamar 22@ y se presenta como el distrito tecnológico e innovador de una “ciudad inteligente”. Así suena el impostado estribillo de la sociedad del conocimiento, según el cual hoy toca concebir cosas, más que hacerlas. Otros las fabricarán por nosotros, para nosotros, desde lejanías globales donde resulte más rentable explotar a los trabajadores y a la naturaleza.

Dejar de hacer cosas para saber hacerlas, olvidar las manos y centrarse en la cabeza. Desde la revolución neolítica hasta el momento reciente en que los urbanitas han sobrepasado la mitad de la población mundial, optar por vivir en la ciudad ha supuesto renunciar a muchas habilidades. Cortar cordones umbilicales, prender hogueras, reconocer setas, son tareas que desaprendimos en una renuncia tan radical que comprometió a la propia supervivencia. En una economía de subsistencia, ya fueran fruto de adaptaciones biológicas o de lecciones culturales, esas destrezas se desempeñaban a modo individual, como mucho a nivel tribal y en pleno acuerdo con el medio. Pero en la economía de mercado, intramuros, las competencias se separan unas de otras para articularse en un complejo sistema de reciprocidades. Los artesanos que daban gremiales nombres a las calles medievales son un feliz testimonio de ello, aunque es la era industrial la que ha llevado más lejos la renuncia inherente a la especialización del trabajo.

Renunciar a bastarse por uno mismo es una opción que tiene que compensarnos. Lo hacemos al escoger la ciudad como hábitat, como lugar con las condiciones adecuadas para (ganarse) la vida. La ciudad es un proyecto de convivencia que promete un balance de éxito entre producción y consumo. Nos urbanizamos en aras de una productividad creciente, exponencial, siempre basada en el progreso del conocimiento y la técnica. No hay caldo de cultivo más propicio para la ciencia y la tecnología, es decir, para aprender cosas y tratar con ellas. Por ello olvidamos nuestras aptitudes arcaicas, para participar de una inteligencia colectiva muy superior a la suma de sus partes. Sin oportunidades para hacerlo, sólo queda conquistarlas o echarse al monte.

Porque, en verdad, aunque colectiva, la inteligencia urbana no es siempre compartida. A menudo es una inteligencia idiota (del griego idios, ‘uno mismo’), pensada para favorecer a algunos a costa de todos. Con demasiada frecuencia, los frutos del conocimiento y la técnica son acaparados por élites extractivas cuya riqueza, debemos recordarlo, siempre proviene de la caja común, pues no se puede ser elitista estando solo. ¿Cuántos desengaños han traído las prometedoras tecnologías que venían a mejorar nuestra calidad de vida? ¿Cuántas veces se ha usado el conocimiento para excluir a los ignorantes? Por mucho que las máquinas nos propongan ociosos paraísos, siempre trabajamos, en nombre de la productividad, hasta nuestro límite biológico. La fuerza bruta de la máquina de vapor, por ejemplo, irrumpió en la agricultura y desplazó a la mano de obra campesina, que no por ello pasó a cultivarse a sí misma. En un bucle interminable, las migraciones de labriegos desocupados proporcionaron la fuerza de trabajo con la que la industria hizo de la ciudad un atractivo foco de progreso y acumulación. Estos avances, que congregaban a migrantes rurales mientras propiciaban su explosión demográfica, nutrieron la masa obrera de las ciudades industriales.

Y la masificación resultó ser un monstruo bicéfalo. Una de sus cabezas es la competencia. Saber que otro puede substituirnos nos empuja a aceptar peores condiciones laborales. De ahí partió el taylorismo, que descompuso los oficios artesanales en una serie de operaciones simples, ejecutables por manos inexpertas, baratas, reemplazables. Aunque multiplicara la riqueza, la productiva “organización científica del trabajo” no la distribuía. Sustraía, del artesano, prestigio y beneficio, que pasaban a manos del ingeniero y el capitalista. El trabajador dejaba de ser un fin para ser empleado como medio. Hasta que interviene la otra cabeza del monstruo, la colaboración. Aglomerados en un mismo centro productivo, los obreros tomaban conciencia de clase y luchaban juntos para humanizar las condiciones de trabajo. Esta es la única forma que tienen los de abajo para conquistar el derecho al conocimiento y al bienestar, es decir, para repartir los beneficios de la productividad. La democracia nunca llueve desde arriba. Por eso es tan rentable exportar la explotación laboral o importarla libre de derechos sindicales.

Volviendo a la fotografía, no es casual que carezca de personajes. Son invisibles. Se trata de subsaharianos sin papeles, entre los cuales hay ingenieros, políglotas y artistas, que dan lecciones de innovación y eficiencia a una ciudad que se pretende inteligente. Cada día se reinventan a sí mismos, y devuelven fertilidad a edificios descartados y objetos encontrados, como la bomba hidráulica que se repara para ser enviada a un poblado africano. Nuestra respuesta: desocupar, derribar, desechar. ¿Qué inteligencia hay en una sociedad que ignora sus desigualdades mientras confía en un crecimiento indefinido dentro de un mundo finito? Basta ya de inventar modelos y relatos estériles; en la ciudad verdaderamente inteligente, la innovación no es nada nuevo. Pero este ya sería otro artículo.

5 Comments

  1. Fantástico artículo. Yo vivo directamente este fenómeno porque vivo en el Poblenou.
    Paradójimanete rondan todo el día aunque yo solo los veo cuando cae el sol, cuando apenas hay ruido de coches y coincide cuando hay que estar más atentos por la ciudad. En ese momento sí que oigo el ruido de las ruedas, el color de su piel y la sensación de que algo va muy mal, algo que va a explotar, y espero yo no estar ahí en medio cuando eso suceda.

  2. Fernando

    Buen artículo David. Es una pena que la respuesta política a esta situación sea desde la izquierda o desde la derecha sigua partiendo de la mala conciencia del “pobre niño rico” que lleva a unos a mirar hacia otro lado, mientras otros se estiran en la cama y llorar de pena . Ahora, con la izquierda al poder la panacea es “visibilizar”, como si el pasear el problema por las calles acercara la solución. Luego de un tiempo de incertidumbre y consternación (ya lo vimos con los materos) con grandes pompas anuncian un plan en estudio, una mesa de trabajo ciudadana y meses más tarde una nueva y en el mejor de los casos inocua ordenanza con la que esconder el problema lo mejor posible y aquí no ha pasado nada, hasta que a algún distraído se le ocurre tiempo después levantar la alfrombra y….vuelta a empezar.

  3. alex giménez

    Ayer vi a Jane Goodall, la primatóloga, en un documental de Yann Althus Bertrand que se titula Human. Le decía a la cámara, con esa piel y ese pelo tan blancos y esa mirada glacial, que si estuviera en su mano y si pudiera hacerlo sin sufrimiento, eliminaría a la mitad de los habitantes del planeta.

  4. Rafael

    Como científico, Jane Goodall conoce muy bien la definición de plaga: “Aparición masiva y repentina de seres vivos de la misma especie que causan graves daños a poblaciones animales o vegetales…” (RAE)

  5. Ernesto

    Cuando todos “sabíamos” cortar cordones umbilicales los niños y las madres morían como moscas. Y cuando todos sabíamos reconocer setas las hambrunas y las enfermedades diezmaban la población. En Europa, la esperanza de vida al nacer estuvo estancada en los 35 años hasta 1800, cuando empezó a crecer sin pausa hasta la que tenemos hoy. Decir que abandonar la economía de subsistencia supuso “comprometer la propia supervivencia” es, en mi opinión, en una gran frivolidad.

    Si hoy una de mis hijas está viva y mi madre pudo salir de un ictus es gracias a que un gigantesco número de personas (presentes y pasadas) no tuvieron que pasar su infancia buscando setas ni encendiendo hogueras. Ni mis hijas ni mi madre forman parte de ninguna élite extractiva. Y no hay democracia sin educación. En Europa, la tasa de alfabetización pasó del 15% al 90% entre los siglos XVI y XIX.

    Estoy de acuerdo con la denuncia de la miseria que se hace en el artículo y con las críticas a una sociedad que promueve una explotación insostenible de los recursos naturales. Pero se trata de 1) problemas muy graves, por lo que merecen un respeto, y 2) problemas enormemente complejos, por lo que no se solucionarán volviendo a las hogueras. Y, desde luego, quienes no los solucionarán son los que aún creen en el mito de un ser humano que vivía feliz y pleno en armonía con la naturaleza hasta que se le ocurrió comer del árbol de la ciencia.

    Perdón por la longitud del comentario y gracias en cualquier caso por un artículo tan excelentemente escrito.

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