Una ciudad abierta al mar. Así de feliz es el final del relato que ha movido a Barcelona durante los últimos veinte años. Ahora que parece que este cuento ya ha acabado, la nueva Tenencia de Alcaldía de Hábitat Urbano nos propone permutarlo por otro consistente en abrir la ciudad a la montaña. Tras este giro de ciento ochenta grados, resulta tentador preguntarse si nos tocará luego abrirla a los dos ríos que la flanquean. De ser así, una vez agotados los límites geográficos del cuadrilátero que la enmarca, si no se nos ocurre abrirla al cielo y al averno, descubriremos que no tenemos adónde más hacerlo. Acaso entonces caigamos en la cuenta de que no nos importa tanto saber adónde abrirla, mientras podamos decir que la nuestra es una ciudad abierta. En tiempos de guerra, ante la inminencia de una conquista militar, una ciudad se proclama así para rendirse sin combate, procurando salvaguardar su población civil y su patrimonio histórico. No parece que podamos dejar de hablar de capitulación cuando lo hace en tiempos de paz, aunque está claro que, entonces, la población y el patrimonio ya no son tan prioritarios.
A juzgar por la fotografía, resulta difícil entender cómo ha podido el cuento resultar tan convincente. No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que, si algo escasea en este caldo colmado de tropezones es, precisamente, el mar. Quizá por ello las cosas y los nombres que pueblan la imagen se afanen tanto en exudar connotaciones marítimas, en oler a mar. Dejemos de lado, por reversible, la profusión de yates y veleros que privatizan un agua supuestamente pública. “Maremágnum” se hace llamar el edificio inclinado como un buque que va a pique y que, fiel a su condición de centro comercial, entiende más el mar como abundancia de cosas que como extensión vacía. La pasarela que a él conduce, y que convierte a los paseantes que descienden la Rambla en náufragos del consumo, está flanqueada por sinuosos pórticos que se esfuerzan en parecer olas marinas. Lo mismo ocurre con los arcos de la escultura que asoma en primer plano, bautizada “ones” por su autor, Andreu Alfaro. Completa el conjunto un acuario privado ─propiedad del operador europeo con mayor número de parques lúdicos─, que nos recuerda que aquí al agua no le corresponde otra cosa que ser envasada y vendida.
Fuera de encuadre han quedado otros ingredientes del espeso caldo marinero. Una simpática cigala de escala fallera atestigua el fracaso comercial de los restaurantes que debían dinamizar el Moll de la Fusta. Un pescado dorado asombra los aledaños privativos de un casino y un hotel de lujo en el Port Olímpic. Un paquebote llamado World Trade Center tapona la desembocadura de la Rambla, gozando en exclusiva de las privilegiadas vistas que le niega al ciudadano de a pie. Una vela grotesca preside la proa de la Barceloneta, y nos priva de acceso al emblemático rompeolas y hace gala de la libertad con la que ha interpretado la Ley de Costas al entender el fastuoso hotel que contiene como infraestructura portuaria.
Todos estos iconos rezuman la idea de mar, la corean como eslogan. Es precisamente este esfuerzo semántico, esta histriónica actuación, lo que debería provocar nuestra suspicacia. ¿Para quién se abrió Barcelona al mar? Podemos responder la pregunta sin abandonar el terreno de la gastronomía marinera. La Barcelona abierta al mar está más cerca de la caldereta que de la fideuá. La primera es un guiso elitista, cocido a base de costosas piezas de pescado y marisco que acaban confundiéndose en un desperdicio de sabores amalgamados. La segunda, en cambio, practica la astucia de robarle al pescado su gusto exquisito para transferírselo al fideo, una substancia mucho más asequible. La fideuá es redistributiva, puesto que consigue que un mayor número de comensales disfruten de la misma cantidad de pescado.
La Barcelona abierta al mar traiciona esta vocación, que debería inspirar todo espacio público. No lo hace en el planteamiento —tanto caldereta como fideuá suenan bien cuando hay apetito y la Barcelona pre-olímpica estaba hambrienta de mar— sino en el resultado. Cierto es que la ciudad ha recuperado kilómetros de magníficas playas, aunque no lo es menos que dos tercios de su frente marítimo están en manos de una Autoridad Portuaria que gestiona a escondidas un territorio más grande que el Eixample. Además, la recuperación no ha sido un milagro ─el mar ya estaba allí─ sino la necesaria corrección de un grave error político.
La ciudad le daba la espalda al Mediterráneo porque no supo, por un lado, ordenar la incontinencia de las poderosas industrias que lo usaban como vertedero y, por el otro, dar respuesta a las necesidades de vivienda de la masa obrera que las nutría y que se vio forzada a levantar barracas en playas como el Somorrostro. Hoy, los problemas de vivienda continúan atenazando la ciudad y su incontinencia industrial que, reconvertida al sector turístico, es más severa que nunca. La Barcelona abierta al mar sigue sin repartir los descomunales beneficios que genera esta industria mientras persiste en socializar sus pérdidas. Ha espoleado la carrera vertical mientras desatendía las dimensiones transversal y longitudinal del frente marítimo, las que mejor le brindaban la oportunidad de ser equitativa y sostenible.
Volviendo a la fotografía, debería servir para cuestionarnos si nos conviene creernos el cuento de la ciudad abierta a la montaña. Si la aventura no va a dar paso a la incontinencia urbanística y a la desigualdad social. Sobre todo, deberíamos plantearnos si las ciudades necesitan realmente un relato para avanzar. La linealidad del discurso narrativo es contraria a la simultaneidad del palimpsesto urbano. Quizá demuestre al principio un gran poder de convocatoria en la construcción de sueños colectivos, pero acaba teniendo un peligroso efecto narcótico: el de llegar a la complacencia del desenlace feliz, al fin de la historia que da el futuro por agotado. Y la ciudad que se ve como una forma acabada es una ciudad muerta. Pero este ya sería otro artículo.
Molt probablement l’autor d’aquest article ja n’és conscient. Pels que no ho siguin, deixo la referència d’un text de l’any 2000 que insisteix en les mateixes consideracions:
“Arquitectura y naturaleza. Tres sospechas sobre el próximo milenio de Antonio Armesto”, publicat a DPA 16: ABSTRACCIÓN.
David,
Me parece muy acertado tu artículo. Gran descripción de los pantocazos que da el Ajuntament de Barcelona cuando hablan del rumbo que debe tomar la ciudad y aún mejor explicación de lo que ha significado “abrir” la ciudad al mar.
Enhorabuena.
Gonzalo