Jardines en el cielo: un principio

“El arte duradero no se puede fundar en una premisa negativa. El arte requiere la aserción de una creencia, pero la época de la ideología arquitectónica ha terminado.”

Singapore Songlines, Rem Koolhaas.

Si echáramos una mirada al pasado, veríamos que, no hace tanto, la arquitectura se regía por unos principios más humanos y menos tecnocráticos. Su fuerza estaba en la proposición más que en la formalización. Su fin era crear espacios amables para la vida, con una idea muy clara de lo que la vida requiere. Este escrito es una reflexión crítica sobre los principios que configuran nuestra forma de vivir y sobre cómo algunos arquitectos, todos los grandes, tuvieron la audacia y el acierto de construirlos.



La magia y belleza de los jardines colgantes de Babilonia han inspirado a una generación tras otra de arquitectos desde hace más de dos mil años, y se han convertido en un motivo recurrente de la arquitectura. Todo comenzó con la creación de las primeras ciudades amuralladas, cuando el hombre inició un proceso de separación con la naturaleza que todavía no ha culminado. Con piedra, primero, y con asfalto, después, las ciudades y las infraestructuras han ido cubriendo cada vez mayores extensiones de terreno. Para mitigar el dolor producido por esa relación perdida, el genio humano ―siempre lúcido en la adversidad― creó las primeras naturalezas artificiales en el interior de las ciudades. Desde Babilonia hasta ahora ―y, probablemente, desde mucho antes―, el hombre civilizado ha construido jardines donde solazarse y recuperar momentáneamente sus raíces comunes con la naturaleza. Con el tiempo, fueron adquiriendo un papel cada vez más predominante, debido a su condición de privilegio que sólo las élites se podían permitir. Sin embargo, no fue hasta la creación del estado de bienestar actual a mediados del s.XX cuando la democratización de la sociedad incidió en la forma de pensar y proyectar nuestras ciudades y nuestras casas. Lo que antes era privilegio de pocos, se convirtió en derecho de muchos. Así, por un lado, los jardines privados proliferaron, sobre todo, en los grandes suburbios americanos; hasta el punto de que el prolífico Frank Lloyd Wright defendiera en su proyecto Broadacre City que todo americano debería poseer un acre de tierra como mínimo. Por otro lado, en la vieja y concentrada Europa, las ciudades se empezaron a esponjar con espacios verdes para el recreo de sus habitantes.

Fue en esos momentos de efervescencia productiva, durante los llamados “años dorados” de América ―corría el año 1967―, cuando la acaudalada Lithographers’ Union de Nueva York se presentó un día en las oficinas del arquitecto Paul Rudolph para hacerle un encargo excepcional: un gigantesco complejo en la orilla sur del río Hudson que comprendía dos rascacielos de oficinas, 4.050 viviendas derramándose sobre el río desde una altura de 65 plantas, una escuela, guarderías, restaurantes, tiendas, una piscina y un puerto deportivo… Casi nada. Pero eso no es todo, había más: 13 plantas de superficie industrial para los litógrafos e impresores que tenían contratos lucrativos con la cercana Wall Street, aparcamiento para 2.100 coches y camiones, plazas arboladas y calles peatonales.

Eran momentos en los que todo se cuestionaba, incluso el mismísimo modelo urbano americano. Mediante este encargo poco convencional, el sindicato de litógrafos se alineaba con los agentes más progresistas de la época ―algo parecido estaba realizando el Barbican en la City de Londres― al proponer el retorno de la vida residencial a los centros financieros, exultantes de vida durante el día pero peligrosamente desiertos al caer la noche.

Ante semejante reto, P. Rudolph se percató de que no había cabida para las soluciones convencionales: se requería una nueva forma de hacer arquitectura. Ya no se trataba de diseñar algunos edificios, sino de crear una “megaestructura” que “contendría una pequeña ciudad en su interior, donde miles de familias podrían vivir, trabajar, crecer y divertirse en el corazón mismo de la bulliciosa Manhattan”. Por ello, propuso un diseño innovador, basado en las ideas que habían ido tomando forma en su cabeza durante los últimos años. El sindicato no pestañeó cuando las primeras estimaciones dieron un coste total de $280 millones. Así que se pusieron a trabajar. Tras dieciocho meses, presentaron un proyecto completamente revolucionario en su concepción estructural, constructiva e ideológica.

En línea con las últimas teorías de los metabolistas japoneses, Rudolph diseñó una nueva forma de construir rascacielos basada no sólo en la prefabricación, sino en la articulación de un nuevo léxico arquitectónico. El proyecto consistía en una estructura primaria de 26 núcleos verticales ―que contendrían ascensores, escaleras y todas las instalaciones necesarias― de la que se colgaban y tensaban unas unidades de vivienda prefabricadas, suministradas por un fabricante de casas móviles ―léase caravanas.

A pesar de sus deficiencias estéticas, lo que despertó su interés por las casas móviles fue tanto su construcción funcional como su movilidad. Su intención era adaptar las técnicas constructivas de las casas móviles para producir apartamentos de verdad. No hay que olvidar que las caravanas americanas podían llegar a tener dos dormitorios con baño, sala de estar y cocina. En 1968, representaban un cuarto de la producción total de casas unifamiliares de EEUU. “Sin ruedas ni chasis, la casa móvil americana podría convertirse en el elemento constructivo básico para proveer vivienda urbana decente de forma rápida y barata”, afirmaba Paul Rudolph en aquel entonces. Debido a su ligereza ―se construían con planchas de acero corrugado de menos de tres pulgadas de espesor― podían ser elevadas con grúas, para después ser conectadas a los núcleos de servicios. La fijación final se realizaría con cables de acero revestidos de hormigón.

No obstante la innovación constructiva, el aspecto más revolucionario del proyecto fue sin duda la potente ideología social, enraizada en los preceptos tanto del humanismo europeo como del modelo de vida americano, que se materializó en la forma y disposición de las viviendas. Mediante una disposición alternada de las mismas, la cubierta de una podría ser la terraza de la de encima. No estamos hablando de un balcón grande, sino de una gran terraza capaz de rivalizar con los jardines de los suburbios y de proporcionar el espacio exterior necesario para la realización del individuo. “Las viviendas actuales ―sentenciaba P. Rudolph― son casi invivibles porque no incluyen suficiente espacio privado exterior […]. El balcón es realmente insuficiente para que jueguen los niños o incluso para una mínima actividad social”. Cada vivienda debía tener tanta superficie exterior como interior. “Tiene sentido. Es una manera de humanizar nuestros edificios de vivienda, de dar a sus inquilinos algo que deben tener: no sólo un balcón, sino un completo patio trasero, aunque sea un patio en el cielo ―ironizaba P. Rudolph”.

El quid de la cuestión consistió en diseñar una unidad prefabricada cuyas paredes se abatieran para crear los suelos y otra en la que las paredes se desplegaran para ampliar el área de cubierta. La unidad estándar pesaba 11 toneladas,  medía 18.3 x 3.6 x 2.4 metros y podía ser desplazada por un semitráiler. La vivienda estándar, de 133 m2, incluía dos habitaciones, dos baños y una sala de estar-cocina. En contra de lo que se podría imaginar, las restricciones del sistema, lejos de conducir a la monotonía, ofrecían un abanico infinito de combinaciones posibles para la construcción de viviendas imaginativas y excitantes. Desplegando paredes en diferentes direcciones y combinando diversas unidades, se podían lograr viviendas de tres, cuatro, cinco y hasta seis dormitorios, además de crear espacios de doble altura o dúplex.

A pesar de esta exhibición de innovación constructiva, el proyecto fue vetado por los sindicatos de la construcción de Nueva York ―por aquel entonces, si no todavía, una ciudad fuertemente sindicalizada―, que no vieron con buenos ojos el hecho de que tres cuartas partes del coste del multimillonario proyecto fueran a parar a alguna pequeña ciudad del sur o medio oeste americano ―zonas de bajo salario y sin sindicalizar, donde se concentraba la industria de casas móviles prefabricadas. Como siempre, el progreso, como el éxito, es el resultado de un equilibrio inestable entre muchos factores, entre los que predominan la política y la economía. Frente a este revés, P. Rudolph se resignó sin perder la esperanza: “Los arquitectos deben ser eternamente optimistas. En mi caso, nunca creo que algo se vaya a construir hasta que lo veo construido”. Sin embargo, tenía la convicción de que su propuesta “representa un modo de dar respuesta a la necesidad acuciante de viviendas bonitas, funcionales y de bajo coste, tanto en América como en el resto del mundo”.

Poco podía imaginar P. Rudolph, sin embargo, que sus palabras dejarían huella al otro lado del planeta. Doce años más tarde, llegó a su despacho un oriental sofisticado y cosmopolita con un encargo para construir un condominio en Singapur, una incipiente nación ―contaba apenas quince años a la sazón―, ubicada en una pequeña isla tropical frente a las costas de Malasia. El edificio de viviendas que allí construyó representa la materialización más cercana de las ideas del Graphic Arts Center, si bien algunos aspectos cambiaron. Debido a restricciones económicas y técnicas, no se pudo construir con unidades prefabricadas y se hizo con hormigón armado in situ. Además, se sustituyó la estructura de núcleos y tensores por una tupida trama de columnas con tres núcleos de servicio, que dividen la planta en cuadrantes. Los cuadrantes arrancan a diferente altura y ascienden, creando una sucesión de planos intercalados con vacíos, que generan espacios de doble altura en fachada. Se puso especial atención en las condiciones climáticas y ambientales de Singapur, teniendo en cuenta su abundante iluminación natural y su profusa vegetación tropical. La esencia de las viviendas está en crear una gradación de espacios de lo privado a lo público. Los dormitorios, más privados y recogidos, se elevan y se llevan a fachada de modo que den sombra sobre los espacios más abiertos y, por tanto, más públicos y transparentes, generando de este modo unos magníficos espacios dobles que se abren a unas portentosas terrazas con vistas sobre el imponente paisaje tropical de Singapur. “La intención de este edificio es ser una suerte de poblado en el cielo”. Se trata de romper tridimensionalmente la escala del bloque, creando una sucesión de espacios cerrados y abiertos en la que no se puede discernir una unidad de otra, tan solo la maravillosa relación entre las partes, como en los pueblos de Italia o de Grecia.

Resulta desalentador ver como soluciones que se diseñaron hace medio siglo no sólo no han perdido vigencia, sino que aún no se han explorado hasta sus últimas posibilidades. A pesar de los intentos por introducir nuevas formas y tecnologías, resulta alarmante la falta de nuevos principios en la arquitectura actual. Estamos constantemente reinventando el envoltorio sin plantearnos si el contenido es el adecuado. En la época heroica de la arquitectura moderna, los arquitectos proyectaban espacios cargados de valor y de fuerza, porque representaban unos ideales sobre la vida, una forma de querer vivirla. Hoy en día, parece que la fiebre por la eficiencia y el caos de la economía hayan matado todos los ideales, si es que aún quedaba alguno vivo. Sería conveniente pararnos a pensar cómo es el espacio que queremos habitar, tanto colectiva como individualmente, y luchar por conseguirlo, porque a veces se olvida muy fácilmente que lo que más une a una sociedad son los valores que comparte. ¿Y qué mayor valor que la forma de habitar? En esto, los arquitectos tenemos una gran responsabilidad, puesto que, como dijo W. Churchill, “damos forma a nuestros edificios y, a partir de entonces, son ellos los que nos moldean a nosotros”.  Nos moldearon el ágora griega, el foro romano, las catedrales góticas, la perspectiva renacentista, la profundidad barroca, el neoplasticismo moderno y, ahora, la verticalidad del rascacielos. ¿Qué será lo siguiente? Difícil decirlo, todo lo se puede asegurar es que empezará por un principio…Como el de P. Rudolph:

“Quiero poner casas en el cielo. Psicológicamente, supone una gran diferencia para la gente vivir cerca los unos de los otros en una gran ciudad.”

Paul Rudolph, 1968.

Bibliografía consultada y citas:

KOOLHAAS, Rem.  S, M ,L ,XL. New York: The Monicelli Press, 1995.

“Storey with an unhappy ending” en The Daily Telegraph Limited. Londres, 13 diciembre 1968.

CHURCHILL, Winston, Sir. (28 octubre 1943) Discurso en la Cámara de los Lores sobre la reconstrucción de la Cámara de los Comunes. Londres, 28 de octubre de 1943.

BRUEGMANN, Robert.  Interview with Paul Rudolph. Chicago: The Art Institute of Chicago, 1993.

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