La tentación del abismo

“El sentimiento de lo sublime es un sentimiento mixto. Está compuesto por un sentimiento de pena, que en su más alto grado se expresa como un escalofrío, y por un sentimiento de alegría, que puede llegar hasta el entusiasmo y, si bien no es precisamente placer, las almas refinadas lo prefieren con mucho a cualquier placer”.
Johann Christoph Friedrich Schiller, De lo sublime,1801



Con regularidad nos preguntamos si tal o cual cosa son bellas; ansiamos su cercanía cuando lo son y la evitamos cuando no. La belleza no solo representa para nosotros un valor en sí misma, sino que es en cierta medida un imperativo, puesto que nos eleva de la mediocridad de lo cotidiano y nos acerca a lo divino, lo bueno, lo uno ―como diría Platón―, y nos hace partícipes por un instante fulgurante de la unidad perfecta del mundo.

Hasta aquí el concepto clásico de belleza, tal y como se entendió hasta la Edad Media, una época en la que podríamos decir que el pensamiento del hombre, por lo menos en lo que se refiere a la estética, todavía no había perdido la inocencia. Por aquel entonces, un escritor griego llamado Longino se percató de que, si bien no hay duda de que la belleza tiene un gran poder de atracción, hay algo que tiene un poder de atracción mucho mayor. Fue lo que denominó sublime: una categoría estética que consiste fundamentalmente en una belleza extrema capaz de llevar al espectador a un éxtasis más allá de su racionalidad o incluso de provocar dolor por ser imposible de asimilar.
Lo sublime es un estadio superior de la belleza porque sobrepasa sus límites: la belleza es contención, lo sublime incontinente; la belleza guarda las formas ―es proporción y unidad―; lo sublime las pierde ―es infinito―; lo bello agrada y serena; lo sublime conmueve y agita; la belleza es un atributo de los objetos, en lo sublime, el objeto se desvanece. Según Longino, “lo sublime corresponde al último estadio del amor platónico, en que no se ve la belleza, sino que se sumerge uno en ella, como en un ‘océano de belleza’” .
El concepto de lo sublime fue redescubierto durante el Renacimiento, a raíz de varias rediciones de la obra de Longino y, desde entonces, no ha dejado de evolucionar. Durante el Barroco alcanzó gran popularidad, así como durante el siglo XVIII alemán y el inglés y, sobre todo, en el primer romanticismo. No obstante, quienes más estudiaron y profundizaron en el concepto de lo sublime hasta llevarlo a terrenos completamente desconocidos fueron los filósofos alemanes Immanuel Kant y Arthur Schopenhauer.
Hasta ese momento, se había considerado lo sublime como un nuevo orden de magnitud de lo bello, incluso como el superlativo de lo bello, pero siempre sin sobrepasar las fronteras de la idea de belleza. Kant, en su definición de lo sublime, introdujo un nuevo elemento moderno que modificó por completo la noción de lo sublime: la voluntad del hombre. Definió lo sublime como lo absolutamente grande, que sobrepasa al espectador y que se da únicamente en la naturaleza ante la contemplación acongojante de algo de tal magnitud que desborda nuestros sentidos y pone en peligro nuestra integridad física. El poder de esta experiencia estética invoca nuestra fuerza y nos produce placer como consecuencia de la superación del temor a la destrucción por medio de la afirmación de la superioridad intelectual y moral del hombre. La experiencia de lo sublime es aquello del infinito que podemos concebir y afrontar. Por ello, Kant afirma que la experiencia de lo sublime “eleva las facultades del alma por encima de su término medio ordinario” .

Para esclarecer el concepto del sentimiento de lo sublime, Schopenhauer hizo, en su obra El mundo como voluntad y representación, una lista de las etapas intermedias desde lo bello hasta lo más sublime. En ella afirma que el sentimiento de lo bello nace simplemente de la observación de un objeto benigno, como una flor, mientras que el sentimiento de lo sublime es el resultado de la observación de un objeto maligno de gran magnitud, como una tempestad, que podría destruir al observador. Cuanto mayor sea el poder de destrucción sobre el sujeto, mayor será su experiencia de lo sublime.

La arquitectura, en tanto que representación material de las inquietudes del hombre, debería poder manifestar estas nuevas facultades del alma de las que habla Kant, lo cual nos lleva a una pregunta muy simple: ¿tiene sentido referirse a lo sublime cuando hablamos de arquitectura? Ciertamente, en la arquitectura podemos encontrar muchas referencias a lo bello, en tanto que hay una arquitectura que nos remite a lo contenido, proporcionado, armonioso y puro. Sin embargo, ¿podemos encontrar referencias a lo sublime? ¿Existe una arquitectura que nos remita a lo incontinente, lo desbordante, lo excesivo, una arquitectura que nos aboque a lo absolutamente grande ―como decía Kant―, al infinito? ¿Existe una arquitectura de lo sublime?

Sin duda, no existe ninguna arquitectura con un poder destructivo equiparable al de la naturaleza y que, por lo tanto, se sitúe en los niveles más altos de la escala de lo sublime de Schopenhauer. No obstante, me atrevería a afirmar que existe una arquitectura capaz de hacernos sentir el poder destructor de la naturaleza con mayor intensidad, es decir, una arquitectura que nos acerca a lo sublime y nos lo hace sentir con mayor violencia.

Kant interpretó la naturaleza como fuerza y afirmó que en ella reside lo sublime. Por lo tanto, la experiencia de lo sublime solo puede darse en aquellos lugares donde la naturaleza se manifieste en toda su potencia destructora. Tomemos como ejemplo Hong Kong, una ciudad sometida a algunas de las tormentas y tifones más violentos del planeta, pero que, a pesar de ello, posee algunos de sus edificios más altos.

Si alguien se encontrara en Hong Kong en el momento en el que un tifón azota la ciudad, podría experimentar un sentimiento de lo sublime como consecuencia de la amenaza que dicho tifón supone para su vida. Tal sentimiento sería más completo si nuestro sujeto se encontrara desamparado en medio de la calle, que si se encontrara a resguardo dentro de un edificio. La pregunta es: ¿existe algún edificio ―o arquitectura― que potencie esa experiencia de lo sublime? Y la respuesta es sí.

La ciudad de Hong Kong está formada por un grupo de islas de topografía escarpada, situadas frente a las costas de China. La edificación se concentra principalmente en las zonas menos abruptas de la costa. Sin embargo, la presión demográfica y especulativa ha obligado a colonizar las laderas de las montañas y ha dado lugar a uno de los paisajes urbanos más espectaculares del planeta. El centro de la ciudad se encuentra flanqueado a sus espaldas por una majestuosa montaña conocida como The Peak. Existe un lugar en esta montaña donde se erige el que probablemente sea el edificio más esbelto del mundo: The Highcliff (el alto precipicio, literalmente).

Anclado sobre un lecho rocoso de la cara este de The Peak y sometido a algunos de los vientos y tifones más feroces del planeta, este edificio se alza hasta los 252 metros con la presencia y el aplomo de un mástil, pero al mismo tiempo, con la elegancia y sutileza de un junco, capaz de plegarse a los embates del viento sin perder su prestancia.

Compuesto en planta por dos elipses desplazadas que se intersecan y crean el núcleo de ascensores, este mástil hecho edificio es todo él estructura: una sucesión de muros diafragmáticos que, junto con los núcleos verticales de la intersección y las fachadas curvas, forman unas vigas I del tamaño de todo el edificio, y que aportan con ello la rigidez lateral necesaria en la dirección esbelta de la estructura. Las plantas del edificio quedan, por lo tanto, divididas en compartimentos que se conectan mediante unos pasos, que se desplazan alternativamente por cada planta para evitar que la alineación vertical de los mismos reduzca la rigidez del muro. Las secciones curvas de la fachada, separadas por los huevos de ventana y unidas a los muros, adoptan, dentro del conjunto, la forma y la función de las alas de una viga, y aportan, junto con las vigas perimetrales de cada planta y los muros perpendiculares de los núcleos, la rigidez necesaria en la dirección perpendicular a los muros.

Con una anchura máxima de 12 metros en su alzado estrecho, este edificio es tan esbelto que, a pesar de sus formas curvadas para mitigar los efectos del viento y del uso de hormigones especiales con resistencias cercanas a las del acero (100N/mm2) , tuvo que asumir desde el principio la ductilidad de la estructura para evitar su fractura por fragilidad. Se aceptó, pues, que las últimas plantas percibieran el movimiento pendular de la estructura durante las tormentas, es decir, que los habitantes de las últimas plantas sintieran como todo su apartamento se balancea a 252 metros de altura sobre una ladera escarpada, impelido por la furia de la naturaleza. Para aumentar el confort de los inquilinos, se instaló en la azotea un sistema de amortiguadores líquidos que controlan la aceleración provocada por la fuerza del viento. Este prodigio de la ingeniería es capaz de contrarrestar la deformación de la estructura mediante un sistema de tanques interconectados y dimensionados específicamente para que el líquido se desplace en su interior y disipe energía cinética por fricción al desplazarse con la misma frecuencia pero en sentido opuesto al del balanceo del edificio .

En el temor que despierta en nosotros la fuerza sobrecogedora de la naturaleza está el origen del sentimiento de lo sublime, pero es la conciencia de nuestra superioridad frente a lo absolutamente grande e incontinente lo que lo desencadena. De este modo, al desafiar a la fuerza arrolladora de la naturaleza desde la punta de un mástil que se balancea ante el embate de los vientos, el hombre no solo está tentando a su suerte, sino que está reafirmando con ello su voluntad y, por lo tanto, intensificando su experiencia de lo sublime. Es la tentación del abismo, ese asomarse al vacío y mirar cara a cara al infinito destructor lo que eleva las almas de los hombres. La arquitectura se convierte así en el instrumento del hombre para asomarse al infinito, en su atalaya del mundo.

Por eso el hombre seguirá construyendo rascacielos, para seguir desafiando al abismo y demostrarse que lo realmente sublime no es la fuerza de la naturaleza, sino él mismo y su fuerza de voluntad. Este es el verdadero placer de las almas más refinadas…

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