El espacio urbano como reto científico

¿Cómo superar la perplejidad que despierta ese puro acontecer que traspasa y constituye los espacios públicos? ¿Cómo captar y plasmar luego las formalidades sociales inéditas, las improvisaciones sobrevenidas, las reglas o códigos reinterpretados de una forma inagotablemente creativa, el amontonamiento de acontecimientos, previsibles unos, improbables los otros? ¿Cómo sacar a flote las lógicas implícitas que se agazapan bajo tal confusión, modelándola? Son esos asuntos los que han hecho del abordaje de la sociedad pública una de las cuestiones que más problemas ha planteado a las ciencias sociales, que han encontrado en ese ámbito uno de esos típicos desequilibrios entre modelos explicativos idealizados y nuestra competencia real a la hora de representar –léase reducir– determinadas parcelas de la vida social, sobre todo aquellas en que, como es el caso de la actividad social que vemos desarrollarse en las aceras de cualquier ciudad, pueden detectarse altos niveles de complejidad lejos del equilibrio.


Plaça dels Àngels. fotografia: Alvar Gagarin

Plaça dels Àngels. fotografia: Alvar Gagarin


Ello no debería querer decir que no es posible llevar a cabo observaciones, ni elaborar hipótesis plausibles que atribuyan a lo observado una estructura, ni tampoco que no sea viable seguir los pasos que nos permitirían actuar como científicos sociales en condiciones de formular proposiciones descriptivas, relativas a acontecimientos que tienen lugar en un tiempo y un espacio determinados, y, a partir de ellas, extraer generalizaciones tanto empíricas como teóricas que nos llevan a constatar –directa e indirectamente, en cada caso– la existencia de series de fenómenos asociados entre sí. Lo que se sostiene aquí es que son particularmente agudos los problemas suscitados a la hora de identificar, definir, clasificar, describir, comparar y analizar una especie de hechos sociales como los que tienen lugar en espacios públicos. Ahí tenemos lo que, siguiendo a Pierre Bourdieu, cabe reconocer sin duda como un campo social, como una red o configuración de relaciones sociales objetivas –polémicas o no– sometidas a regulaciones tácitas, pactos prácticos y estrategias diferenciadoras. Lo que ocurre es que las proposiciones y las generalizaciones deben ser aquí, por fuerza, mucho más modestas y provisionales, pero no como consecuencia de lo que las tradiciones idealistas han sostenido como una singularidad de la naturaleza humana, sino porque las organizaciones sociales cuya lógica deberíamos establecer están sometidas a sacudidas constantes y presentan una formidable tendencia a la fractalidad.

Curiosamente, esa condición alterada de la vida urbana –que confirma radicalmente la apertura a lo impredecible de las conductas sociales humanas en general–, lejos de apartarnos del modelo que nos prestan las ciencias llamadas naturales, hace todavía más pertinente la adopción de paradigmas heurísticos a ellas asociados, sobre todo a partir de la atención que los estudiosos de los sistemas activos en general han venido prestando a las dinámicas disipativas presentes en la naturaleza. Lo que se da en llamar ciencias duras han sido las que han percibido la importancia de atender y adaptarse a unidades de análisis que, como las sociedades humanas en momentos de tránsito o umbral, tienden a conducirse de manera discontinua, acentral. En la calle, en efecto, siempre pasan cosas, y cada una de esas cosas equivale a un accidente que desmiente –a veces irrevocablemente– la univocidad de cualquier forma de convivencia humana, cuando su fragilidad aparece más evidente que de común. A merced de una exuberancia informativa poco menos que ilimitada y a la incansable tarea de zapa de los continuos avatares, esa complejidad acelerada de la comunicación que conoce la actividad en las calles se comporta como un atractor/imán que está siempre a punto de convertir lo social en un auténtico agujero negro. A pesar de ello, a pesar de la proliferación de encuentros superficiales y fugaces de que está constituida la vida urbana, podemos –y debemos en tanto que antropólogos sociales– hacer por reconocer la actividad teleológica de determinadas formas de relación social en busca de unos mínimos de cohesión. Sólo que esa cohesión tiene poco que ver con la coherencia y permite reconocer lo que les cuesta a los seres humanos salvar lo que les une de ese enemigo perpetuo que siempre conspira y que no es otro que el acaecer.

El asunto central para una antropología de las calles lo constituiría entonces una animación social en buena medida automática, compuesta mayoritariamente por lo que el interaccionismo llama los avatares de la vida pública, es decir, el conjunto de agregaciones casuales que se forman y se diluyen continuamente, reguladas por normas conscientes o inconscientes, con frecuencia no premeditadas, niveles normativos que se entrecruzan y se interponen, traspasando distinciones sociales u órdenes culturales más tradicionales. Un objeto de conocimiento como ese plantea problemas ciertamente importantes en orden a su formalización, precisamente por estar constituido por entidades que mantienen entre sí una relación que es, por definición, endeble. Es más, que parecen encontrar en ese temblor que las afecta el eje paradójico en torno al cual organizarse, por mucho que siempre sea en precario, provisionalmente. En su pretensión de constituirse en la ciencia comparativa de un tipo determinado de sistema vivo –el constituido por las relaciones sociales entre seres humanos–, la antropología ha seguido de manera preferente un modelo que se ha reconocido competente para analizar configuraciones socioculturales estables o comprometidas en dinámicas más o menos discernibles de cambio social, realidades humanas cuajadas o que protagonizan movimientos teleológicos más bien lentos entre estados de relativo equilibrio. La antropología y el grueso de las demás ciencias sociales han venido asumiendo la tarea de analizar, así pues, estructuras, funciones o procesos que de modo alguno podían desmentir la naturaleza orgánica, integrada y consecuente que se les atribuía.

Las implicaciones epistemológicas del espacio urbano como objeto de observación, descripción y análisis antropológicos deben partir de que la actividad que en él se produce se asimila a las formas de adaptación externa e interna que Radcliffe-Brown, en su clásico Estructura y función en la sociedad primitiva, atribuía a todo sistema social total. La matriz teórica del viejo programa estructural-funcionalista no pierde vigencia y debería poder ramificar su propia tradición hacia el estudio de las coaliciones peatonales, es decir la asociación que emprenden de manera pasajera individuos desconocidos entre sí que es probable que nunca más vuelvan a reencontrarse. El tipo de sociedad que resulta de la actividad humana en espacios urbanos cumple, en cualquier caso, los requisitos que, según Radcliffe-Brown, deberían permitir reconocer la presencia de una forma social. Tenemos ahí, sin duda, una ecología, un nicho o entorno físico al que amoldarse, no sólo constituido por los elementos morfológicos más permanentes –las fachadas de los edificios, los elementos del mobiliario urbano, los monumentos, etcétera–, sino también por otros factores mudables, como la hora, las condiciones climáticas, si el día es festivo o laboral y, además, por la infinidad de acontecimientos que suscitan la versatilidad inmensa de los usos –con frecuencia inopinados– de los propios viandantes, que conforman un medio ambiente cambiante, que funciona como una pregnancia de formas sensibles: visiones instantáneas, sonidos que irrumpen de pronto o que son como un murmullo de fondo, olores, colores…, que se organizan en configuraciones que parecen condenadas a pasarse el tiempo haciéndose y deshaciéndose.

También hay ahí una estructura social, pero no es una estructura finalizada, sino una estructura rugosa, estriada y, ante todo, en construcción. Nos es dado contemplarla sólo en el momento inacabable en que se teje y se desteje y, por tanto, nos invita a primar la dimensión dinámica de la coexistencia social sobre la estática, por emplear los términos que el propio Radcliffe-Brown nos proponía. En esa simbiosis constante puede encontrarse, en efecto, normas, reglas y patrones, pero estos son constantemente negociados y adaptados a contingencias situacionales de muy diverso tipo. Vemos producirse aquí una auténtica institucionalización del azar, al que se le otorga un papel que las relaciones sociales plenamente estructuradas asignan en mucha menor medida. Existen principios de control y definición, como los que nos permitirían localizar una estructura social, sólo que, a diferencia de los ejemplos que Radcliffe-Brown sugería –la relación entre el rey y su súbdito o entre los esposos–, el control es débil y la definición escasa. Podríamos decir que la vida social en espacios públicos se caracteriza no tanto por estar ordenada, como por estar permanentemente ordenándose, en una labor de Sísifo de la que no es posible conocer ni el resultado ni la finalidad, porque no le es dado cristalizar jamás, a no ser que lo haga dejando de ser lo que hasta entonces era: específicamente urbana.

Por último, y para acabar de cumplir el repertorio de cualidades propuesto por Radcliffe-Brown a la hora de abordar científicamente lo social, tenemos ahí una cultura, en el sentido del conjunto de formas aprendidas que adoptan las relaciones sociales, en este caso marcadas por las reglas de pertinencia, asociadas a su vez a los principios de cortesía o urbanidad que indican lo que debe y lo que no debe hacerse para ser reconocido como concertante, es decir, sociable. Ello se traduce, es cierto, en valores sociales y presiones institucionales. Ahora bien, esos valores y esas presiones se fundan en el distanciamiento, el derecho al anonimato y la reserva, al mismo tiempo que, porque los interactuantes no se conocen o se conocen apenas, los intercambios están basados en gran medida en las apariencias, por lo que los malentendidos y las confusiones son frecuentes.

Lo que uno encuentra al salir a la calle es una sociedad, pero no una sociedad acabada, sino un universo multiforme en el que lo que se despliega es más una producción que un producto, más un trabajo que una estructura finalizada: el espectáculo apasionante –y todavía por conocer– de la constante e interminable labor de lo social sobre sí mismo.

“En la calle siempre pasan cosas

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