Literatura y espacio habitado

“La más alta tarea que hay en el arte es crear la imagen bella; para crear orden y profusión de imágenes con que poder proporcionar a la vida de nuestras mentes un entorno noble.
Y si, como dicen algunos, el alma sobrevive al cuerpo; si nuestra conciencia no es una melodía intermitente de cuerdas que caen entre los intervalos en el silencio, entonces más que nunca deberíamos desplegar las imágenes de la belleza para que al salir a espacios deshabitados tengamos con nosotros todo cuanto es necesario —una abundancia de sonidos y de pautas para entretenernos en este largo sueño…”.
Ezra Pound, Ikon, 1913.

Defender el estudio del espacio habitado a través de la literatura invita a establecer alguna reflexión que matice sus posibilidades. Para empezar a hacerlo, creo que convendría comparar o, mejor aún, diferenciar ambos universos: literatura y espacio habitado. Definir qué significa el espacio habitado, contemplado en el espejo de la literatura; observar qué parte de la experiencia de habitar han recogido la literatura, la palabra pronunciada y el texto; entender las razones que legitiman este recurso para la comprensión de la experiencia del espacio. Es decir, definir el juego de las mutuas relaciones entre el espacio vivido y la palabra depositada por la tradición literaria durante el largo trecho temporal que ha recorrido nuestra cultura, al menos desde que podemos guardar memoria de ella a través de la escritura.

No se trata de utilizar el campo de los textos o del lenguaje para volcar sobre el papel, de nuevo, el nombre o la descripción de los lugares, la memoria de los caminos que se han escrito sobre la tierra, sus recorridos, los monumentos que la tradición literaria glosa, recoge o cifra en términos de valor. No se trata, así, de hacer hablar a la literatura del espacio, ni mostrar el surco de lugares que ha recorrido la escritura en su largo camino histórico, en las distintas derivas que ha tomado en las culturas del mundo. No se trata tampoco de revisar la capacidad de la escritura de nombrar los espacios y los nudos de la geografía, aunque esta capacidad resulte tan importante para la memoria colectiva del espacio. Se trata, en este momento, de establecer en qué modo la literatura ilumina el espacio que habitamos: qué parte oscura, qué rincón del espacio dado al olvido de todos los tiempos es capaz de rescatar el texto literario. De comparar la forma en que la literatura sabe hacer permanecer los hábitos y las experiencias relativas al hecho de habitar, más allá de la ruina de las estructuras materiales que han conformado el marco espacial de la vida, más allá de las arquitecturas que han podido permanecer en la memoria monumental de las ciudades, más allá de los espacios de la geografía que han dado paisaje y entorno a los lugares que habitamos.

El objeto que propongo iluminar a través de la literatura es el espacio habitado. Pero no la forma que adquiere el entorno material del espacio que habitamos, que determina nuestra relación con el espacio pero solo representa el marco visible de las escenas vitales. En realidad, la literatura ayuda a complementar la realidad física del espacio a través de imágenes verbales y lógicas: imágenes que construye el texto literario con los mecanismos propios del lenguaje y que guarda en su paciente espera temporal, y que permite unir así la memoria del pasado al instante presente. La literatura amplifica a través de sus imágenes la realidad material de los escenarios de la vida, y lo hace manejando sabiamente los recursos propios de la expresión verbal. Arquitectura relatada, espacio narrado, no son ya realidades materiales, sino figuras levantadas a través de la representación verbal de la realidad, a través de los mecanismos propios del lenguaje. Los espacios reaparecen junto a las arquitecturas que los condicionan y enmarcan, dentro del campo complejo de la ciudad, inscritos en los horizontes de la geografía o del territorio; reaparecen de otro modo en la representación verbal y literaria. La ilusión de ver la imagen del espacio y de los campos espaciales a través de la palabra y la literatura corresponde al poder de esa misma palabra en su cualidad literaria. El lenguaje, potenciado por las cualidades propiamente literarias, desdobla y multiplica las imágenes espaciales en las variaciones de la experiencia individual y en las semejanzas de la cultura compartida. El espacio vivido y narrado resulta matizado y multiplicado por los rasgos emotivos y críticos que posee el lenguaje poético y literario. La literatura —que aquí se menciona en el más amplio sentido como el conjunto de textos que ha sido guardado por la voluntad de memoria de las distintas culturas— expresa lo particular de la experiencia individual tanto como los hábitos sociales y culturales comunes.

Además, la literatura puede dar realidad a formas espaciales que no poseen entidad material. Lo hace, desde luego, creando espacios de la imaginación, de la ficción o de realidades aun no vividas. Pero también puede dar cuerpo, y ser, a formas espaciales reales pero de difícil concreción material. La literatura, la palabra, el relato, dan entidad a la evanescente creación de espacios temporales, expresan las formas de apropiación subjetiva del espacio, las figuras cambiantes de los ambientes que crea el casual encuentro de la vida y sus formas sutiles y delicadas de enmarcar la comunicación. El espacio que habitamos no está hecho solo de estructuras materiales, trazado por inscripciones materiales, está también tramado por vínculos subjetivos y afectivos que enlazan nuestra experiencia a los lugares, está ordenado en categorías que diferencian su valor y su significado para cada sujeto, cada acontecer, cada experiencia. Este sentido del espacio, entendido en los límites de la desmaterialización de las estructuras reales, es el que ilumina con mayor acierto la literatura. Este conjunto de espacios azarosos o indeterminados, subjetivos o casuales, se establece, pues, en un orden que acaso solo puede esperar que la literatura, o la memoria verbal, de algún modo lo recojan. Un orden que la expresión literaria, como rastro conservado del lenguaje, ha sabido guardar también del pasado, de las vidas que fueron antes que las nuestras, cuyos movimientos y relaciones con el entorno de otro modo nunca serían capaces de establecer una relación con nuestras propias vidas. A través de la literatura, de los libros, como escribió Quevedo, con “nuestros ojos” oímos hablar a los muertos. La literatura que sabe retener las voces de las vidas pasadas puede enlazar las experiencias de las distintas generaciones y ofrecer un cuerpo temporal en dinámica transformación a la conciencia del espacio, dar forma a una verdadera cultura del espacio habitado. Esta manera de comprender el espacio, en el presente, está vinculada a la conciencia y al pensamiento, a través de formas verbales que surgen o desaparecen, que solo podremos captar en los diálogos y en las palabras dichas, y que también son conducidas por la literatura hacia la comunidad que las debate o comparte.

Por estas razones, los términos que plateábamos al inicio, literatura y espacio habitado, no son aquí contemplados como simétricos, pues no son homogéneos y no permiten someterlos a juicios estéticos comunes, en cuanto a producciones del espíritu de una época. Esta posibilidad está, desde luego, siempre abierta, ya que la literatura como la producción del espacio o la arquitectura, como la música o el resto de las artes son creaciones del ingenio que pueden ser abordadas como tales para reconocer parte de los procesos históricos que las hacen posibles. Pero aquí, ahora, se trata de considerar el recurso de la escritura y de la lectura literaria, de la propia tradición o de las múltiples figuras que crean las literaturas del mundo, de las resonancias que las distintas lenguas establecen sí, para conocer mejor la realidad de ese espacio habitado, es decir, para acercar al conocimiento del espacio la luz que guarda la literatura.

En este sentido, hay otras razones aún para insistir en los recursos de la literatura para constituir el espejo en que contemplamos realidades insólitas del espacio. Hay otros poderes que la memoria literaria posee frente al espacio habitado. La literatura es lenguaje; es solo materia de lenguaje asentado en la escritura, una materia compartida en la lectura o en la memoria oral. A través de los espacios culturales y geográficos de este mundo nuestro, que ha sido fracturado de manera real y violenta, aunque cambiante, que ha sido dividido en fragmentos y partido a través de fronteras, la literatura fluye con libertad, y, a través de la traducción, describe diferencias de sentido y señala todo lo que compartimos entre culturas, lenguas, pueblos, hábitos. Se trata de subrayar también este poder de la literatura como una producción universal, nunca localizada de manera estática en el propio espacio, de subrayar su capacidad de describir las semejanzas en la distancia a veces abismal entre distintas culturas, geografías, modos de vida. Las literaturas saltan fronteras pero expresan las necesarias diferencias que la sociedad actual arrasa en los modelos únicos del poder económico y de las jerarquías. Con respecto al espacio, mantiene vivo el orden de las identidades, aunque permite viajar a través de ellas. Trabaja constantemente para desvelar el sentido de las culturas, al mismo tiempo que organiza el campo de las preferencias estéticas de las personas que leen.

Otra característica esencial es que, en su determinación estética, la literatura reafirma los principios éticos que orientan las distintas formas de vida en el uso del espacio. La condición estética de las literaturas es fundamental para que pueda levantar con palabras los andamios de un mundo organizado, los límites críticos de la realidad espacial. Pues la literatura ha recogido la denuncia de un mal reparto del espacio, ha subrayado la escasez y la carencia de los ámbitos vitales, al mismo tiempo que ha seguido los éxodos humanos, ha narrado la destrucción de las guerras. La literatura no ha impuesto límites al viaje permanente de la imaginación ni se ha detenido en el umbral del horror, y ha podido llegar tan lejos en la medida en que lo ha hecho dentro de los límites de un horizonte estético. Los textos y relatos que constituyen el conjunto universal que llamamos literatura pueden ser definidos como tejidos cruzados de realidades y palabra escrita o pronunciada que se dirige, o se han dirigido, alguna vez, hacia un horizonte estético y ético, bien en su función original, bien en la lectura que las reconstruye cada vez que un libro se abre o un texto se vuelve a la actualidad de la lectura, de la voz. Hay múltiples interpretaciones del origen y la extensión temporal de la idea de literatura que aquí no podemos seguir. Sus transformaciones de sentido y estructura son continuas, pero todas ellas se engarzan a la corriente de las tradiciones y de la memoria de los pueblos, y sus distintas formaciones resuenan unas en otras. Esta fluencia diferenciada y estas capacidades expresivas que cruzan puentes entre distintas realidades sociales y culturales han sido el objeto central de los estudios de literatura comparada (véase, por ejemplo, Armando Gnisci, Introducción a la literatura comparada, 2002).

Para nuestro objetivo, no se trata ahora de señalar el valor de la textualidad o de explicar distintos modos de teorizar sobre ella como objeto, sino de hablar en un sentido amplio y sin restricciones de la literatura como conjunto de tradiciones diversas que promete ayudar a descifrar el sentido de este elemento fundamental de la cultura que es el espacio habitado. Esta es la orientación dada a los cursos de posgrado que imparto en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona, o en el máster interuniversitario de Estudios de Género, en el entorno denominado “arquitectura y cultura”, en los que establezco una serie de escenarios espaciales vividos a la luz del campo literario. Aquí, solo disponemos de un breve espacio para mostrar y defender el poder multiplicador y expresivo de la literatura frente al espacio y a la dificultad de conocerlo solamente a través de los análisis de la propia realidad material de la arquitectura. Señalaremos, pues, solo dos ejemplos extremos que iluminan, respectivamente, el mismo lugar de la creación literaria y de la reflexión, y el campo de fuerzas infinito de la ciudad contemporánea. Dos ejemplos opuestos en su aparición histórica y en su dimensión, pero unidos por el poder revelador de la literatura.

El primer ejemplo permite subrayar el poder del propio lenguaje de establecer una estructura topológica, el poder de inscribir el lugar. El lenguaje, en realidad, no solo representa el espacio, sino que lo engendra: crea el lugar, ya que establece un sujeto desde el cual se abre el espacio y se ordena el mundo, el entorno, a través de categorías afectivas y de planos de distancia, en gradaciones de sentido ricas e infinitas, siempre ordenadas. Es propio del lenguaje requerir ese centro del mundo desde el cual hablamos, solo el hecho de inscribir ese centro (un yo que ocupa un aquí, un sujeto ubicado en el instante de su pronunciación) es capaz de ordenar un entorno, a partir de señalar un lugar abierto por la palabra para la comunicación. Esta estructura, aparentemente fundamental, que despliega en torno a si el “yo literario”, es producto ya de una elaboración de los mensajes del habla y de la escritura, de una madurez de siglos que se alcana desde las primeras figuras más arcaicas de las formas verbales que conserva la escritura, y aparece plenamente en la literatura latina. De modo que este poder fundador y organizador del lenguaje aparece cuando ese sujeto, como primera voz, primera persona del verbo, interioriza su entorno y lo expresa, juzga el valor del lugar que habita, despliega la imagen de un entorno urbano, de un paisaje, y cualifica los distintos planos que se alejan de él, rememora los espacios habitados que ya no están presentes y los confronta entre sí. Estas capacidades del texto literario se afirman con gran fuerza en el contexto de la literatura latina antigua, de inclinación ética y estoica, y se transmiten dentro de una gran tradición literaria que las hereda, traduce y mantiene vivas en las sucesivas recreaciones posteriores. Algunas figuras de ese espacio habitado permanecen en el contexto de esas formas literarias y poéticas hasta el presente. La literatura ha creado el espacio de la propia experiencia literaria, un retiro, un verdadero espacio desde el cual es posible escribir y considerar el ambiente de la ciudad, que aparece como contrapunto lejano, o el marco idílico de una naturaleza adecuada a esta experiencia. Los espacios retirados de los poemas de Horacio y Marcial, a principios de nuestra era, reaparecen en la literatura de la Edad Moderna, en Petrarca y Garcilaso, en Fray Luis de León y Santa Teresa, llegan a los orígenes de la modernidad literaria, como en los poemas de Baudelaire “Paysage” y “Recueillement” (dedicados al espacio retirado de la ciudad, para la creación, complementarios de sus conocidos poemas urbanos que dan verdadero sentido a la ciudad, a su ciudad de París) y centran algunos poemas de Jaime Gil de Biedma, como “Píos deseos al empezar el año”, “De vita beata” o “Ultramort”, dedicado este último al pueblo ampurdanés en que vivió su propio retiro. Esta tradición es capaz de ordenar el conjunto de los planos y realidades que el espacio tiende en nuestro entorno; hace visibles desde un centro hacia la lejanía distintos planos de un entorno habitado, en la medida en que los organiza por su valor ético y estético con respecto al sujeto, no en la medida en que simplemente los nombra; aproxima los paisajes y los lugares porque desgrana los afectos que generan en nosotros, las preferencias o el rechazo, por ejemplo, de determinados lugares de la ciudad. La organización espacial que alimenta esta literatura es capaz de establecer un sistema espacial crítico con respecto a la vida del sujeto, apartado y libre de los foros de la fama y de la sociedad que sabe ver de lejos.

El segundo ejemplo nos transporta hacia la tradición de una poética urbana contemporánea, de una literatura y una poesía urbanas paralelas en su formación a la desbordada realidad humana y material de la ciudad industrial y postindustrial. La imagen urbana y su sentido han sido fuertemente fijados por la literatura, desde finales del siglo XVIII, pero, especialmente, en los siglos XIX y XX. Mientras la ciudad, la vida urbana y los mecanismos de producción, economía y comunicación que ha creado el mundo contemporáneo han alimentado las formas literarias, la literatura urbana ha permitido la lectura de la propia ciudad, la capacidad de enfrentarnos a su enigma y al laberinto espacial que constituye. La literatura urbana no perfila la ciudad, no la dibuja o la clarifica gráficamente, nos permite entender la compleja inmersión que hacemos en sus espacios cotidianos, el tejido incesante de los encuentros, la luces y las sombras de sus márgenes, o de sus centros, la capacidad de la memoria para incluir sus espacios en el mapa de nuestras biografías, la fantasía que la puede rememorar, que alimenta los caminos de los abandonos del medio urbano y de sus regresos. La literatura frente al fenómeno urbano permite comprobar la temporalidad misma de apertura de la conciencia del espacio. Las escenas que envuelven la vida se han ido iluminando a medida que su conciencia se ha abierto: así aparece el mundo urbano, especialmente en la poesía, desde Whitman hasta Ezra Pound y T. S. Eliot y de manera incomparable en el poeta de Nueva York que fue Lorca, a raíz de su estancia en 1929. El progresivo desvelarse de las imágenes urbanas en el campo poético, el realismo creciente, que es crudo pero también crítico, que la poesía urbana va mostrando, marca de manera paralela los ritmos en que la ciudad industrial y caótica de la modernidad es asumida en la conciencia, sin posibilidad de regreso  —además de mostrarla en sus aspectos vitales, en sus rincones de marginación o en sus bellos perfiles lejanos. Lo interesante, pues, es el modo en que esta tradición literaria, poética, va conquistando el desvelamiento de la figura de la ciudad, de los transeúntes, de las infinitas formas de sujeto que la habita, de sus relaciones recíprocas.

También esta condición crítica, propia de la libertad literaria, sobre todo hasta que ha sido libre de la incidencia del mercado —y en los momentos en que aún es libre— puede surtir de recursos a la interpretación de los significados de la palabra habitar. La literatura, y la poesía que a su vez es crítica del propio lenguaje (así lo explica magistralmente Adrienne Rich en Sobre mentiras, secretos y silencios, 2011) contiene los elementos de esa crítica, dirigida hacia las estructuras que habitamos, las desdobla en matices y las convierte en armonía y en belleza, muestra y corrobora las inclinaciones éticas y morales que sentimos los seres humanos y que orientan también nuestra vida, nuestras elecciones en términos de arquitectura y de espacio. Pero también da cuenta de las desigualdades sociales; organiza sobre la nada la imagen de la experiencia de la privación, de las carencias; no solo las denuncia, o las puede denunciar, sino que comunica y expresa la dolorosa vivencia del desamparo, de la privación, de la marginación y de la pobreza. Solo la literatura y la poesía pueden reconstruir, dibujar y perfilar, dignificar o reafirmar escenarios efímeros como los de la pobreza, escenarios que se llevará el viento de la indiferencia, del mismo modo que da cuenta de la experiencia de los desplazados, que expresa la nada en que se asienta el que emigra, el que pierde su lugar, y también el que lo recupera y celebra sus regresos.

La literatura expresa también la esfera de lo cotidiano, aunque parece obedecer desde el origen a la acción heroica, detrás de las palabras que exaltan el heroísmo, late también la cotidianidad, quizás el campo de todo lo que compartimos. Así, la vida cotidiana se las arregla para expresarse, por necesidad, aunque aparezca finalmente en planos secundarios del texto. En realidad, la literatura moderna abandona pronto con un gesto irónico la adulación de los héroes y del poder, y transmite ese sentir común que, en cuestiones relativas al espacio, termina siendo un material precioso, una materia menos visible en el campo de la reconstrucción histórica de la arquitectura, de la ciudad museizada, de la propia cultura del éxito y de los grandes logros. De manera que la literatura establece la medida de lo que nos interesa, de lo que nos es útil, del mismo modo que elabora paraísos fantásticos y utopías.

La literatura que consiente la ficción, ya que las palabras la pueden levantar a muy bajo coste, en la evasión que procura, acerca la realidad a nuestra conciencia de un modo nítido. Como si solamente en la evasión literaria pudiéramos sentir la realidad. Por eso, como escribió Ezra Pound, nos prepara para el “largo sueño y para sufrir la intemperie”. Esta paradoja, para terminar, sería acaso la que hace no solo útil, sino apasionante, la tarea de iluminar el espacio a base de lecturas, libros, palabra escrita o relatos contados, y quizás esta razón no sea la de menor valor en el momento de decidir hacerlo.

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