Más allá

Un grupo de profesores y estudiantes de una asignatura de libre elección, titulada Viaje a los infiernos, hemos viajado a Nápoles y sus alrededores.

El motivo del viaje no era arquitectónico o urbanístico: no se trataba de estudiar la villa romana, el urbanismo de las colonias griegas y romanas, o la confrontación entre la etrusca Capua y la griega Cumas, sino de ver un paisaje que ha ejercitado una influencia decisiva en Occidente. La suerte del pensamiento occidental se ha dirimido precisamente en Nápoles.

Nápoles (Neapolis) es una colonia griega cuyo trazado urbanístico perdura íntegro en la actual conformación de las calles. Pero la importancia de esta ciudad y sus alrededores son los múltiples accidentes volcánicos (que no se limitan al Vesubio) que, desde la época tardía, fueron considerados como entradas a los infiernos: el lago Averno y las cuevas que lo rodean, los aún humeantes Campos Flegreos (bajo los que Zeus enterró a los Titanes) y múltiples volcanes (entre los que se halla el Vesubio).

Era lógico que este paisaje, compuesto de quietas aguas negras, bosques umbríos, tierras cenicientas y montes humeantes, acogiera múltiples cultos a divinidades infernales y enmarcara ritos en los que quedara patente la preocupación por el más allá y el destino humano tras la muerte.

La isla de Ischia, en la bahía de Nápoles, acogió la primera colonia griega en el siglo VIII aC. A partir de este enclave, los colonos griegos empezaron a fundar toda una serie de colonias en el sur de Italia y en Sicilia (Nápoles, Cumas, Paestum, Metaponto, Crotona, Taranto, Agrigento, Siracusa, etc.).

El sur de Italia (llamado la Magna Grecia), por tanto, fue una de las cunas de la cultura griega, junto con Jonia, en la costa turca, y la Grecia continental.

Jonia y la Magna Grecia constituyeron dos mundos antitéticos que dieron lugar a dos concepciones opuestas del mundo en el período arcaico: una, la generada en Jonia, puso en duda la explicación mítica del origen del mundo creada en la Grecia continental y trató de explicar el universo y su creación a partir, no de la acción de divinidades, sino de las relaciones de atracción y repulsión entre elementos constituyentes básicos dando lugar a lo que, en ocasiones, se ha considerado una explicación científica del mundo: el análisis de los pensadores o la escuela de Mileto, para quienes no fueron los dioses los causantes del mundo y, por tanto, no era el cielo sino la tierra visible el tema de estudio o preocupación del hombre. Su vida dependía de lo que acontecía a su alrededor.

Por el contrario, una tierra propicia a inquietudes sobre la suerte después de la muerte dio lugar a reflexiones que nada tenían que ver con lo visible sino con lo que acontece más allá, y acogió a pensadores preocupados por el ultramundo y la lógica de lo invisible.

Parménides y Pitágoras fueron dos de los más destacados pensadores, formados en la Magna Grecia, de lo que Aristóteles llamó “la escuela italiana filosófica”. Pitágoras fue, en verdad, el primero que acuñó el término filósofo, centrándose en las razones ocultas que explican la consistencia, armonía y belleza del mundo, y en el destino más allá del mundo visible, es decir, en el destino del alma, de su vida ultraterrena. De este modo, anunció, por vez primera, que el alma no solo era inmortal (algo que los egipcios y los mazdeistas sabían), sino que transmigraba (como los budistas anunciaban).

La belleza del mundo, más allá de las apariencias que tanto fascinaban a los pensadores jonios: belleza que debía tener razones invisibles, residentes en el más allá, el cielo o el Hades, hacia donde el alma partía o retornaba tras su vida en el mundo de las ilusiones. Éste era el tema que centraba las preocupaciones de Pitágoras.

Halló la razón o el fundamento de la belleza. Su dios personal le ayudó.



Pitágoras había nacido en la isla de Samos y, tras un largo viaje de iniciación (según cuentan las leyendas) por Egipto, Persia y la India, llegó (esto sí es histórico) a la Magna Grecia. Su nacimiento fue precedido de señales que anunciaban la llegada de un profeta: fue la Pitia, la sacerdotisa de Apolo en Delfos (Pitia viene de Pitón, el monstruo, símbolo de la noche y las fuerzas de ultratumba, asentadas desde la noche de los tiempos en Delfos, con el que Apolo, que encarnaba la luz y el orden -impuestos a sangre y fuego-, luchó antes de y para poder asentarse a los pies del Parnaso) quien reveló a la madre de Pitágoras -que, literalmente, significa anunciado por la Pitia-, el nacimiento y el destino de su hijo.

Pitágoras y la secta pitagórica que le seguía eran devotos de Apolo. Apolo reinaba en el sur de Italia. El mítico antro de la Sibila -donde la Sibila, una profetisa de Apolo, reinaba desde los orígenes del mundo-, bajo un templo de Apolo, que era también la entrada a los infiernos, se hallaba al sur de Neápolis (Nápoles). (En verdad, el llamado antro de la Sibila no es el que Virgilio describe en la Enéida, sino que posiblemente sea una estructura militar; la o las Sibilas no fueron figuras históricas sino legendarias. Pero el templo de Apolo, en el que predicaba una sacerdotisa, sí es real y se halla precisamente en la colina recorrida por el extraño pasadizo que conduce a una cueva, desde muy antiguo considerada como el antro de la Sibila que Virgilio narró. Hoy se piensa que Virgilio se inspiró en unas cuevas, habilitadas militarmente por los romanos, que miran al lago Averno).

El que la entrada de los infiernos se situara, en el imaginario greco-latino, cerca de un templo de Apolo no era extraño. Apolo no era una divinidad funeraria. Pero, en tanto que pronosticaba el porvenir, podía ver allí donde la vista no alcanza, es decir, hasta lo hondo del país de los muertos. Su hermano, Hermes, era la única divinidad que podía entrar  y salir de los infiernos, y que guiaba a las almas hacia las puertas defendidas por el can Cerbero.

Apolo fue la divinidad que dio sentido al mundo y lo ordenó. Asentó cada cosa en su sitio, delimitó los espacios y estableció relaciones armónicas, es decir, matemáticas, entre todo lo que configura el universo. El lema que coronaba el templo de Apolo en Delfos ya lo proclamaba: conoce tus límites. Nada sin medida; sin contención, mesura. Apolo sabía que el ordenamiento del mundo, que le permitía luchar con el caos (el magna informe de los inicios) y oponerse a él, se basaba en la definición o delimitación de cada parte del mundo y de su juicioso emplazamiento. El desorden, es decir, trazas equivocadas o ausencia de límites, no debían imperar.

Pitágoras adoraba a Apolo en tanto que divinidad arquitecta, divinidad que ordenaba el mundo, mundo ordenado a partir de razones o leyes que primeramente se aplicaron en el cielo -y que los movimientos cíclicos de los astros reflejaban- y, posteriormente, se reflejaron en la tierra.

Las verdaderas razones se hallaban, sin embargo, más allá del mundo visible. Y su acceso a éstas solo se podía producir tras la muerte. Para que el mundo tuviera sentido, es decir, estuviera ordenado, era necesario que se pudiera tener acceso a dichas razones. Por esto, el alma debía ser inmortal para poder sortear la barrera de la muerte.

Pítágoras halló el sentido del mundo y las razones de su belleza. Lo que le condujo a este descubrimiento -las leyes armónicas, los fundamentos matemáticos gracias a los cuales se podía emplazar con exactitud cada cosa en su sitio, y armonizarlas en un todo coherente- fueron los cultos mistéricos arcaicos (que los órficos, cercanos a los pitagóricos, aunque seguidores de Dionisos, que no de Apolo, prosiguieron), preocupados por la suerte del alma tras la muerte, generados por el paisaje infernal de la región de Nápoles, en medio del cual el ser humano siempre se ha interrogado sobre la brevedad y la falta de sentido de la vida que un simple soplo, exhalado por la tierra ardiente, puede fulminar.

Ésta era la razón del viaje a los infiernos: un viaje hacia nosotros mismos.

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