NOSTALGIA DEL ABSOLUTO

Nacemos, crecemos, aprendemos, trabajamos, amamos, soñamos, envejecemos…Vivimos y morimos, en definitiva; pero hace mucho tiempo que dejamos de rezar. El hombre occidental –o la mayor parte de él– ha perdido el contacto con lo trascendente. Desde la Ilustración del s.XVIII e incluso antes, en el Renacimiento antropocentrista, la idea de que todo tiene una explicación racional y de que, tarde o temprano, el hombre será capaz de encontrarla ha provocado una ruptura con consecuencias que van más allá del alcance de nuestra comprensión. Hemos “matado a Dios”, como decía Nietzsche, y, con ello, se ha producido una escisión, se ha creado –o hemos interpuesto– un vacío, una separación entre la realidad aprehensible y lo inexplicable, entre lo presente y lo absoluto, entre lo concreto y lo abstracto… Este vacío moral y emocional que ha dejado en la cultura occidental la decadencia de los sistemas religiosos institucionales es lo que el teórico George Steiner ha denominado con mucho acierto la “nostalgia del absoluto” .

Paul Klee Zentrum, Berna. Fotografía: Alvaro Valcarce

Paul Klee Zentrum, Berna. Fotografía: Alvaro Valcarce

En la actualidad, el ensalzamiento del Arte como objeto de culto por parte de la sociedad occidental es un hecho del todo perceptible. La razón de ello quizá la podamos encontrar en esa nostalgia del absoluto de la que hablaba Steiner. La historia política y filosófica de Occidente de los últimos siglos parece ser un intento de llenar el vacío dejado por la religión mediante pseudociencias, ideologías y mitologías varias, que le devuelvan al hombre y a su corta vida un significado trascendental, una meta, una conexión con lo absoluto. Sin embargo, allí donde el hombre es dueño y señor de la realidad, el poder se vuelve justificación para la acción y la fuerza, instrumento para ejecutarla. La barbarie y los desmanes del pasado siglo muestran como la emancipación del hombre moderno puede ser tan funesta o más que el yugo de la religión. Quizás por ello, el hombre actual, cansado de ideologías y de totalitarismos, haya vuelto la mirada hacia el misticismo del Arte y la belleza como nueva conexión con lo trascendente. La Arquitectura, como toda disciplina artística, en su función simbólica de representación de las inquietudes y aspiraciones de un pueblo en una época determinada, ha interiorizado esa “nostalgia” de la sociedad y la ha materializado en algunas de sus concreciones físicas –los edificios– que tienen una relación más cercana con lo trascendente.

Últimamente, no puedo evitar pensar que los museos han dejado de ser instituciones del Arte, donde algunos eruditos y jóvenes estudiantes iban a formarse académicamente para convertirse en los nuevos templos de una sociedad secularizada que busca ansiosamente dar salida a un sentimiento de nostalgia del absoluto a través del Arte y su mistificación. Los museos se han vuelto lugares sagrados que ofrecen una experiencia estética trascendente. Se han convertido en centros de peregrinaje, verdaderos polos de atracción de masas y catalizadores socioeconómicos. Son las nuevas catedrales góticas de nuestro tiempo, por su potencia simbólica, estética y mística. Así como en el gótico, la unión de una nueva arquitectura liviana y esbelta, que ensalzaba la verticalidad y la luz, con la relectura neoplatónica de las sagradas escrituras revolucionó la relación trascendente de los cristianos con su Dios –a través de una experiencia estética sin igual–, en la actualidad, los museos ofrecen experiencias estéticas de gran calibre, mediante la tensión dialéctica que se establece entre arquitecturas de gran potencia estética y las obras de arte que contienen, en aras de alcanzar, si no la verdad última platónica, al menos, cierta conexión trascendente con lo absoluto.

Dentro de este caos de ansiedad, misticismo y significación, la construcción de un museo supone un serio problema para los arquitectos. No sólo deben diseñar un edificio bello, funcional y resistente, sino que deben dotarlo de valor simbólico, en tanto que albergará algo que ha dejado de ser profano. Deben construir lugares sagrados y, por tanto, segregados en cierto modo de la realidad cotidiana. Lugares capaces de arrastrarnos fuera de esta realidad y ponernos en contacto con cierta forma de divinidad.

Unos abogan por una arquitectura expresionista –ya sea deconstructivista o sentimentalista– que interpela, que agrede, que subyuga o repele, que apela a nuestro intelecto violando nuestros sentidos y sentimientos. Es una arquitectura que nos conmueve, arrebatándonos la realidad y sumiéndonos en la perplejidad de lo inaprehensible. Por el contrario, otros defienden una arquitectura minimalista, casi clásica que, mediante la eliminación de todo lo superfluo en el espacio, nos confronta con la esencia de las cosas, y nos abstrae hacia una realidad fundamental que debemos recomponer nosotros mismos. Podríamos hablar de muchos arquitectos modernos que comulgan con alguna de estas corrientes –Le Corbusier, Mies, Kahn, Pei, Ando, Hadid, Zumthor…–, pero voy a hablar de uno que comulga con ambas: Renzo Piano.

Paul Klee Zentrum, Berna

El Centro Paul Klee es un edificio tan expresionista que apenas parece un edificio. Cuando uno llega a Berna por la autopista, unas formas onduladas se le aparecen de pronto a un lado, alzándose majestuosas con sus destellos metálicos sobre un terreno que asciende en suave pendiente. Desde la ciudad, la percepción es menos imponente y la ondulación del edificio parece más integrada con el paisaje. Desde los prados posteriores, el edificio desaparece casi por completo. Tres suaves ondulaciones del terreno, que pasan de los tonos verdes de la hierba a los grises del acero, son lo único que anuncia la presencia de algo que no forma parte de la naturaleza. Bajo estas ondulaciones de la cubierta, se encuentran tres espacios protegidos, parecidos a unas cuevas, que se abren hacia las vistas de la ciudad y hacia la luz de sol.
El acceso se realiza tangencialmente a la fachada sur –transparente–, de manera que se acentúa la percepción de las ondas por el escorzo de la perspectiva, además de mostrársele al visitante algunas visiones del interior. El edificio, para ocultar aún más su presencia, está semienterrado. La entrada, pues, consiste en una pasarela curva que salva el foso escavado frente a la fachada sur para iluminar las plantas inferiores. Este acceso tan liviano es muy sugerente, tiene algo de esa magia que impregna el abordaje de un barco, cuando uno es consciente de estar abandonando el suelo firme para introducirse en otro medio menos seguro. Algo parecido siente uno aquí: como que está penetrando la oscuridad de la caverna y abandonando la luz clara de la superficie. Sin embargo, no es del todo así. Los tres grandes espacios generados por la ondulación de la cubierta están cerrados frontalmente por un plano traslúcido. Entre este plano y la fachada paralela, se crean unos espacios intermedios donde se colocan diversos servicios –venta de entradas, tienda, cafetería…–, que se conectan mediante una suerte de paseo panorámico que atraviesa las ondas de la cubierta entrando y saliendo del edificio. La fachada sur vidriada está cortada por unos planos blancos horizontales que, además de dar mayor amplitud a los espacios intermedios, reflejan la luz del sol, y la introducen en las salas a través del plano translúcido de cerramiento.
Ya en los esbozos del arquitecto se aprecia el paralelismo de la forma ondulada de la cubierta-fachada con los trazos del pintor Paul Klee. Pero más allá de esta similitud tan directa y gráfica, se puede apreciar otra más sutil. Hemos hablado del gótico y del valor simbólico de la luz. Ahora toca hablar de las sombras, porque la analogía de este edificio con el mito de la caverna de Platón es algo que, sin duda, no pasará desapercibido a los filósofos que visiten el lugar, más incluso, cuando todos los elementos del mito están presentes: el fondo de la caverna, las sombras (obras de arte), el tabique o biombo que oculta la fuente de luz, los hombres, la realidad exterior y la luz del sol. En el mito de Platón, las sombras que veían los hombres encadenados en el fondo de la caverna eran la imagen de los objetos reales que se encontraban fuera de la caverna. Los hombres creían que lo que veían era real y no habrían creído a alguien que viniera del exterior y les dijera lo contrario. Su mundo se concentraba en esas sombras esenciales. Si hubieran salido, la luz del sol los habría cegado. Paradójicamente, en este caso, el movimiento se invierte. Los hombres vienen de la luz del sol, para sumergirse en la oscuridad de la caverna y contemplar las obras de arte bajo la luz suavizada por filtros y reflexiones; las obras de arte como sombras de la realidad de la que provenimos, pero que quizá seamos incapaces de descifrar sin un filtro que nos proteja de la cegadora luz del sol.

Fundación Beyeler, Basilea

La Fundación Beyeler es un edificio que no se ve desde la calle. Unos muros rojizos lo ocultan y sólo permiten vislumbrar retazos de unos misteriosos elementos de vidrio que se proyectan en el aire. El hermetismo y el misterio que preceden a la entrada presagian la llegada a un lugar no profano. El acceso es tangencial por la parte trasera pero, por el camino, uno puede vislumbrar un poco del interior a través de la vidriada fachada occidental. Todo este ritual de acceso, con un preciso recorrido de aproximación salpicado de visiones parciales del exterior y del interior del edificio, no nos es desconocido. Los griegos ya lo practicaban y otros, mucho antes que ellos. Es el recorrido de iniciación, durante el cual mente y cuerpo se preparan ante la inminente llegada al lugar sagrado.
El edificio se compone de cuatro muros paralelos de igual longitud que definen tres –¿coincidencia?– espacios longitudinales similares a las naves de un templo. Los muros son ciegos y solamente están perforados allí donde es necesario el paso de una sala a otra. Sobre ellos, se asienta una compleja estructura que soporta una cubierta tecnológica, dotada de un sistema de múltiples capas y filtros móviles –lamas, vidrios, mallas, paneles– que permiten un control preciso de la radiación que penetra en las salas. Todos estos elementos constructivos se componen con precisión sinfónica, creando un ritmo trascendente de llenos y vacíos, de sombras y luces, de planos y proyecciones, repetidos como un karma hasta el infinito.
Con todo ello, se consigue uno de los puntos fuertes de este proyecto: una luz ingrávida, inmaterial, celestial, que baña las esculturas, los cuadros y las personas, y los sumerge en una atmósfera mórbida y lenta donde uno se siente como abstraído del tiempo y del espacio, como encerrado en un limbo laberíntico de salas. Hay que decir que, en un edificio con una direccionalidad tan marcada por muros y naves, la disposición de cerramientos transversales para crear un sistema ortodoxo de salas expositivas desvirtúa por completo la estructura espacial longitudinal y el carácter catedralicio de sus tres naves, que desorientan al visitante y reducen la fuerza sugestiva del conjunto. A pesar de ello, las fachadas de los extremos son tratadas con la importancia que merecen, puesto que son la conexión de este espacio de abstracción con el mundo real. No es casual que adopten la forma de frentes templarios, con columnas revestidas de piedra rojiza de la Patagonia, que culminan el recorrido de los muros, desmaterializándolos sobre sendos estanques de agua y soportando las proyecciones de una cubierta acristalada que parece levitar sobre las aguas. Estos espacios, uno a cada extremo, tienen su propia magia y prestancia, son los umbrales del templo que separan lo sagrado de lo profano. Lugares en sombra, pero no oscuros. Lugares sublimes donde se mezcla la luz sedosa del interior con la luz intensa del exterior, reflejada en el agua tersa y en la piedra rugosa de suelos, muros y columnas, con diferentes tonos de rojizo, azul y morado. Son inicio y fin, portal y altar, de un templo donde lo que se venera está, a pesar de o precisamente por su abstracción, permanentemente contrapuesto con la naturaleza del mundo que habitamos. Como decía un profesor de Historia del Arte al hablar del templo griego, es “un rectángulo recortado del cielo”…Y nunca mejor dicho.

¿Puede el Arte dar respuesta a la nostalgia del absoluto que siente el hombre occidental? ¿Puede, con su capacidad para abstraer tipos y formas, ofrecernos una expresión fundamental de la vida? Decía Oscar Wilde, cínicamente, que “la Vida imita al Arte, porque su ansiado objetivo es encontrar expresión y el Arte le ofrece ciertas formas bellas, a tal efecto.”
En cualquier caso, el Arte precisa de la Arquitectura y su potencia para crear lugares donde la luz, el espacio, todo lo que nos envuelve, hagan estallar la conexión con lo imprevisto. Es el lugar lo que nos predispone. No hay que olvidar tampoco que “es al espectador y no a la Vida a quien realmente refleja el Arte” (otra vez Wilde, incombustible).

Créditos:

1991-2000
Beyeler Foundation Museum

Riehen (Basel), Switzerland

Client: Beyeler Foundation

Renzo Piano Building Workshop, architects
in association with Burckhardt + Partner AG, Basel

Consultants: Ove Arup & Partners, C. Burger + Partner AG (structure and services);
Bogenschütz AG (plumbing); J. Forrer AG (HVAC); Elektrizitäts AG (electrical engineering);
J. Wiede, Schönholzer + Stauffer (landscaping)

1999-2005
Zentrum Paul Klee

Bern, Switzerland

Client: Maurice E. and Martha Müller Foundation

Renzo Piano Building Workshop, architects
in collaboration with ARB, architects (Bern)

Consultants: Ove Arup & Partners, B+S Ingenieure AG ;
Ove Arup & Partners, Luco AG, Enerconom AG, Bering AG ;
Emmer Pfenninger Partner AG ; A.Walz ; Ludwig & Weiler ;
Grolimund+Partner AG ; Müller-BBM ; Institut de sécurité ;
Hügli AG ; M.Volkart ; Schweizerische Hochschule für Landwirtschaft

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