Visión


Un anuncio ojeando la ciudad. Aunque se supone que está hecho para ser visto, está viendo. No parece que lo haga con mirada inocente; se diría que espía, que ha pasado del exhibicionismo al voyeurismo. Entre estos dos extremos lividinosos, la gradación que va del ver al ser visto tiene grandes repercusiones en las relaciones de la ciudad. En su mixtura promiscua, el contexto urbano confronta al individuo con el otro, aquel que le resulta distinto y extraño. Esto puede alimentar su curiosidad, pero también lo expone al escrutinio ajeno. En este fuego cruzado se producen extrañas paradojas. Ver nos da poder, pero también puede quitárnoslo. Lo mismo ocurre a la hora de ser vistos.

El poder de la visión explica que la arquitectura doméstica se haya esforzado tanto en protegernos, no solo de la intemperie, sino también de la mirada ajena. Durante siglos se ha pensado la casa como una sucesión de ámbitos que, en el tránsito de la calle a la cama, van ganando intimidad. En culturas donde la mujer se ocultaba en la urna del ámbito privado, proliferaron exquisitos dispositivos que le permitían ver sin ser vista, como la persiana o la celosía. Por el contrario, el espacio público, hasta hace demasiado poco dominado por el hombre, es el lugar de exhibición por excelencia. Tal como explica Richard Sennett en Carne y piedra, en la Atenas de Pericles el ciudadano vivía felizmente expuesto. Las ropas sueltas que llevaba por la calle y en los lugares públicos dejaban al descubierto su cuerpo. La democracia ateniense daba mucha importancia a que los hombres expusieran tanto su opinión como su desnudez, ya que los actos recíprocos de descubrimiento estrechaban los lazos entre los ciudadanos. Así, sin intermediarios, se unía la carne de la civitas a la piedra de la urbs.

Pero cuando las facultades de ver y ser visto se ejercen como monopolio, se incurre inevitablemente en el abuso de poder. El 11-S le dio al Estado más facilidades para inspeccionar nuestra intimidad y reservarse sus secretos. Desde entonces, la concentración de los medios de comunicación en pocas manos ha provocado que el cuarto poder bajara la guardia y que ciertos discursos acaparen grandes cuotas de visibilidad. Ante la facilidad con que los partidos políticos se endeudan para pagarse una parcela de exhibición electoralista, es difícil no ver en nuestra democracia un burdo espectáculo. Mientras, al ciudadano díscolo se le hace tan difícil hacerse ver como ver más allá de lo que se le muestra.

Cierto es que la irrupción de Internet ha añadido mucha complejidad a este proceso, que tan pronto nos hace invisibles como invidentes. Contra la imposición de lo que hay que ver, Google y Youtube facilitan la búsqueda de lo que deseamos mirar. Frente a la exhibición unidireccional, Twitter y Facebook nos permiten mostrarnos. Aun así, no hay que perder de vista que estas nuevas formas de espacio público están en manos privadas. Esto no solo implica que responden a intereses muy particulares, sino también que optimizan en gran medida la recopilación sistemática de nuestros datos personales.

Pero no hace falta recurrir a distopías orwellianas para comprobar el poder de la visión concentrada. El Gran Hermano que todo lo ve tiene hoy formas mucho más prosaicas y cotidianas que en 1984. Prueba de ello es el caso de la misteriosa cámara anónima aparecida recientemente en la plaza de Catalunya, epicentro barcelonés de las demostraciones ciudadanas. Ante la ausencia de cualquier indicación sobre su titularidad, un ciudadano alertó a la Administración, que se limitó a desactivarla sin ser oficialmente capaz de averiguar su procedencia.

En democracia, la única forma de disolver la tiranía de la vigilancia es distribuir la vigilancia. Esto no significa que el Estado promueva que los ciudadanos se delaten mutuamente. Esta práctica totalitaria se ha escurrido escandalosamente en nuestro sistema en episodios como el de la web que abrieron los Mossos d’Esquadra para identificar sospechosos de violencia urbana o el de la aplicación para móvil que permitía a los viajeros de los Ferrocarrils de la Generalitat alertar de la presencia de indigentes.

No, la distribución de la vigilancia no consiste en convertir al ciudadano en centinela delegado, sino en que se responsabilice de lo que es de todos, en que lo cuide como algo propio. La ex concejal de Ciutat Vella, Itziar González, acaba de dar un buen ejemplo de lo necesario que es este sentido común de responsabilidad al atribuir la degradación de la Rambla a la extinción de sus vecinos. Igual que hacen los vecinos con su barrio, si los ciudadanos vigilan sistemáticamente al Estado, la corrupción y la malversación se hacen inviables. En ello consiste la transparencia que proponen las tesis del gobierno abierto, en vigilar de abajo arriba.

Igualmente, el reparto de la visibilidad es el único modo de combatir el monopolio de la visibilidad. Lejos de ser una nueva moda creada para poner en duda la autoridad del arquitecto, la participación ciudadana es tan antigua como la democracia. Y en democracia, el vecino que expone sus demandas forma parte del príncipe con el que tanto le gusta flirtear al arquitecto. Responsabilidad nuestra es hacer pedagogía para que él pueda ejercer su derecho con el mejor criterio. La buena educación ofrece la caña y no el pescado. En eso consiste la verdadera democracia, en armar al pueblo con una voz crítica que le permita expresarse en toda su compleja diversidad.

Volviendo a la fotografía, la publicidad que tapa el edificio de la imagen refleja la polisemia del verbo “velar”, que tan pronto significa “cuidar, vigilar, observar atentamente algo” como “cubrir, disimular, ocultar a medias una cosa”. Un espacio público donde visión y visibilidad están bien repartidas es el perfecto observatorio de la calidad democrática de nuestras ciudades. En él se transparentan los fallos de la sociedad sin barrerse bajo la alfombra. En él se permite a todos el acceso a la perspectiva poliédrica de la realidad. Pero este ya sería otro artículo.

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