La luz: realidad física y sentimiento de inspiración

Durante los últimos años, desde la publicación del número 23 de Diagonal, “La luz es el tema” ha servido de lugar de reflexión sobre la luz en la arquitectura por medio de entrevistas, artículos y resúmenes de tesis doctorales. De acuerdo con el objetivo marcado inicialmente, las aproximaciones y los enfoques que se han desarrollado han sido múltiples y variados, lo cual ha resultado enormemente sugerente.

No obstante, pese a situar a la luz en el centro de sus reflexiones, ninguno de los arquitectos que han participado en la sección se ha planteado la necesidad de interrogarse por la naturaleza de la luz: ninguno ha intentado responder a una cuestión tan sencilla de formular y tan difícil de responder como ¿qué es la luz?

El ser humano ha desarrollado dos métodos a la hora de afrontar preguntas de semejante dificultad: la intuición artística y la comprensión científica. La primera se basa en la posibilidad de expresar intuitivamente —es decir, por medio de una revelación de la propia mente que surge de una percepción íntima— una determinada complejidad. La finalidad de la ciencia, en cambio, es relacionar una realidad compleja con una de sus posibles representaciones mentales de la manera más objetiva, inteligible y dialéctica posible, a fin de reducirla en una forma de conocimiento más compacta llamada ley natural.

La mayor parte de la reflexión teórica sobre la importancia de la luz en la arquitectura podría encuadrarse, con toda seguridad, en el ámbito de lo que hemos llamado “intuición artística”. El conocimiento científico sólo se incorpora al discurso sobre la luz en la arquitectura en su vertiente más práctica, el de la tecnología o la ciencia aplicada a determinadas cuestiones relacionadas con la luminotecnia.

Esta circunstancia deviene especialmente sorprendente cuando se comprueba que, durante siglos, los físicos más importantes de la historia se han esforzado en formular leyes y teorías coherentes entre sí y con la realidad, mediante las cuales han intentado descubrir y describir los fenómenos y la naturaleza de la luz.

En efecto, el ser humano lleva más de dos mil años intentando descifrar la naturaleza física de la luz y aún no ha encontrado una respuesta definitiva: la historia de la luz es la historia de una idea en constante evolución. De las primeras reflexiones de los pensadores griegos surgen distintas concepciones sobre su naturaleza que, de algún modo, han ido desarrollándose a lo largo del tiempo: Heráclito (535-484 a.C.) y Anaxágoras (500-428 a.C.) conciben la luz como una rara emanación sustancial; Demócrito (460-370 a.C.) funda la teoría atomista, según la cual toda la materia, incluida la luz, está formada por minúsculos corpúsculos indivisibles; Platón (427-347 a.C.) identifica la luz como una suerte de fuego que, emanando desde nuestros ojos, permite la visión; por último, Aristóteles (386-322 a.C.) entiende la luz como “accidente” del medio diáfano. Como consecuencia de esta amplia variedad de ideas, durante largos periodos de tiempo llegarán a coexistir, en absoluta disputa, teorías sobre la naturaleza de la luz diametralmente contrapuestas. Sin embargo, ninguna de estas teorías llegará nunca a formularse con suficiente solidez, lo que asentará a la reflexión sobre la naturaleza de la luz en un estado de permanente de provisionalidad.

Desde los primeros intentos de conceptualización realizados durante  la antigüedad clásica, la naturaleza de la luz se intenta explicar recurriendo a la existencia de un hipotético medio diáfano e invisible, el éter. De las concepciones griegas sobre la naturaleza de la luz, la que gozará de una mayor aceptación durante milenio y medio posterior será la de Aristóteles: según el filósofo griego, cuando el medio etéreo está “en potencia” reina la oscuridad, pero cuando está “en acto” se hace la luz.



Sin embargo, a finales del siglo XVI se reabre el debate iniciado por los pensadores griegos sobre si la luz debe ser considerada como accidente, sustancia o cuerpo, empleando para ello conceptos de una enorme ambigüedad. A mediados del siglo XVII René Descartes (1596-1650) recupera, en cierto sentido, la idea aristotélica de la luz, identificando su naturaleza con el movimiento o presión de las partículas que constituyen el medio etéreo. Christiaan Huygens (1629-1695) enriquece esta idea con la explicación de la propagación de la sensación luminosa en el espacio por medio de ondas esféricas a través del medio etéreo. Sin embargo, a principios del siglo XVIII Isaac Newton (1642-1727) recupera la antigua idea de que la luz está formada por diminutos corpúsculos que, tras ser emitidos por los cuerpos luminosos, son proyectados a través de este sutilísimo medio etéreo. Los partidarios de ambas teorías —la corpuscular y la ondulatoria— se enzarzan en una longeva disputa que, a pesar de las evidentes inconsistencias conceptuales de ambas concepciones, se salda con una provisional victoria de la teoría corpuscular.

Sin embargo, a lo largo de la primera mitad del siglo XIX se descubren nuevos fenómenos de la luz a los que la teoría corpuscular de Newton no es capaz de dar explicación. Esta inconsistencia teórica es aprovechada por Thomas Young (1773-1829) y Augustin Jean Fresnel (1788-1827) para relanzar, convenientemente actualizados a la luz de las nuevas observaciones, los postulados de la concepción ondulatoria.

No obstante, en 1887 se realiza un hallazgo importantísimo: Albert Abraham Michelson (1852-1931) y Edward Williams Morley (1838-1923) demuestran, experimentalmente y sin lugar a dudas, que el éter—aquella materia sutilísima en la que se había fundamentado la física durante dos milenios a pesar de que nadie había podido observarla nunca— no existe. Este hallazgo pone en entredicho la teoría ondulatoria, en tanto en cuanto ésta se basa en el principio de que toda onda precisa de un medio material para su propagación: el éter.

Esta dificultad se supera gracias a las investigaciones sobre el electromagnetismo que llevan a cabo Michael Faraday (1791-1867) y James Clerk Maxwell (1831-1879). Gracias a ellos se llega a la conclusión de que la luz, en tanto que onda electromagnética, puede desplazarse a través del vacío y sin necesidad de ningún sustrato material.

No obstante, a principios del siglo XX se descubren nuevos fenómenos que la teoría electromagnética se demuestra incapaz de explicar, como por ejemplo el fenómeno fotoeléctrico. Ante esta nueva dificultad, Albert Einstein (1879-1955) propone una nueva manera de comprender la naturaleza de la luz. Einstein observa que, bajo ciertas condiciones, la luz se comporta como una onda electromagnética; en cambio, en otras ocasiones, la luz se comporta como un cuanto de luz, es decir, como una partícula de energía que recibe el nombre de fotón. Desde entonces este fenómeno, según el cual la luz unas veces se comporta como onda y otras veces como partícula, se conoce como dualidad ondulatorio-corpuscular de la luz.

Evidentemente, el conocimiento de la evolución de la representación científica de la luz difícilmente pueda ser empleado, de manera directa, como herramienta proyectual en la práctica profesional del arquitecto. Pero ello no debería impedir que el arquitecto intente comprender qué es la luz. Y es entonces cuando se descubre que las ideas de las grandes mentes de la física, aun cuando el tiempo ha demostrado que fueron erróneas, no deberían quedar al margen: “yo tengo que escuchar, necesito escuchar, porque el germen de muchas cosas está en esa maravillosa ciencia. Es importante escuchar, porque en la física está el germen de muchas fuerzas primigenias del hombre”. 1 Escuchemos pues, junto a Kahn, lo que la ciencia tiene que decirnos sobre la naturaleza de la luz, quizá detrás de ese nuevo descubrimiento que aún está por llegar se esconda un nuevo sentimiento de inspiración para el arquitecto: “la arquitectura es hermana de la ciencia y se modifica y progresa con ella”. 2

1. Viollet-Le-Duc, E. citado en Antigüedad, María Dolores y AZNAR, Sagrario (1998). El siglo XIX: el cauce de la memoria. Madrid: Istmo, p. 243.

2. Kahn, Louis I. (1972). “¿Qué tal lo estoy haciendo, Le Corbusier?”, en Latour, Alessandra (ed.)(2003). Louis I. Kahn. Escritos, conferencias y entrevistas. Madrid: El Croquis, p. 316.

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