Patrimonio y República. Notas para el estudio del patrimonio arquitectónico durante la Segunda República (1931-1939)

La visión que se ha tenido hasta hoy de la conservación de monumentos durante el período de la Segunda República (1931-1939) se ha movido entre dos lugares comunes: el primero sostiene que nada se aportó durante esos complicados años porque todo se había fraguado en el tiempo político de la dictadura de Primo de Rivera; el segundo es que República equivalió a destrucción del patrimonio. La realidad, siempre compleja, no puede ser reducida a unos parámetros tan esquemáticos y requiere de un análisis que entre en lo que de verdadero y falso hay en estas dos aseveraciones.

Es cierto que entre 1926 y 1929 se sentaron las bases de lo que sería, en años posteriores, la conservación del patrimonio arquitectónico español: estructuras científicas y profesionales, legislación, inventario, abandono de restauraciones por operaciones de conservación… Todo quedó planteado en esos años, como consecuencia de la asunción por parte del Estado del interés público hacia el patrimonio, y superó la legislación y las medidas adoptadas en el período anterior. El nuevo modelo de estado social condujo a la aplicación de medidas de conservación que modernizaron los ordenamientos legislativo e institucional del antiguo estado liberal en Europa, y los sustituyó por otro de naturaleza intervencionista. Uno de los rasgos de esta situación fue el concepto de propiedad y finalidad encomendada a estos bienes, basado en su carácter patrimonial, entendido como herencia común y objeto de disfrute público.

En 1926 se aprobó la Ley sobre la conservación del Tesoro Artístico, al mismo tiempo que se creaba la Junta del Tesoro artístico, formada por miembros del mundo académico y universitario, a la que se encomendó las funciones de inventario, protección y conservación. En 1929 un decreto legislativo dividió el territorio nacional en seis zonas, a cuyo frente se nombraron arquitectos con la misión de conservar su patrimonio. Fueron designados Alejandro Ferrant (1897-1976), Teodoro Ríos (1887-1969), Jerónimo Martorell (1876-1951), Emilio Moya (1894-1943), Pablo Gutiérrez (1876-1959) y Leopoldo Torres Balbás (1888-1960), quienes configuraron un sólido grupo que supo entender la filosofía y la práctica de las tareas que se pretendían abordar, y que quebró la dinámica de restauración arrastrada desde el siglo anterior. Algunos de ellos habían ayudado a definir la moderna conservación y todos la pusieron en práctica, dando forma a lo que hasta entonces no había sido más que un deseo de cambio.



Con el siglo XX, tras la Gran Guerra, se superó la visión romántica del patrimonio, llegó la renovación de las estructuras más antiguas que habían servido de referencia —en particular la francesa— y se asimiló profundamente la renovación del pensamiento crítico y artístico surgida a principios del novecientos. A partir de ese momento, la conservación monumental iba a deber más al ámbito político y administrativo que al mundo de la cultura y de la técnica, cuya incidencia se circunscribía al orden interno y conceptual. Era la sociedad quien debía, a través de sus órganos políticos, administrativos y de sus organizaciones sociales o ciudadanas, responsabilizarse de la conservación patrimonial. La arquitectura y los arquitectos, habituados a este tipo de relaciones, habrían de situarse como los estrategas de la cuestión, mientras que la universidad y el mundo científico ocuparían un papel de soporte y crítico de no menor trascendencia.

La conservación del patrimonio arquitectónico en España durante los cortos años que van de 1931 a 1939 adquirió una intensidad sin precedentes, sobre unas bases y unos protagonistas que habían quedado definidos en la década anterior. Se llevó a cabo, con escasos medios, una práctica sistemática de conservación acorde a la realidad del país, un control de las intervenciones con estructuras consultivas del mayor calado científico, una atención a la escena internacional, un perfeccionamiento de la legislación y un salto cualitativo en la tutela monumental con la declaración masiva de 1931.

Las aportaciones de la República a la historia de la conservación en España fueron claras: la protección de monumentos de 1931, ejercida a través de un decreto por el que fueron declarados monumentos 897 edificios, cuando hasta el momento tan solo lo estaban 370; la nueva ley del Tesoro artístico de 1933 y su reglamento de 1936, marco legislativo que estuvo vigente hasta 1985; la adecuación de las medidas administrativas de los años veinte a una nueva realidad democrática; las actuaciones tras la Revolución de Octubre de 1934, que causó innumerables daños al patrimonio en la región de Asturias; la acción de choque restauratoria de 1936, consistente en la ejecución de un plan de obras, excavaciones y adquisiciones de edificios, que, con considerable presupuesto, pretendió abordar la intervención en 31 monumentos, y, finalmente, las acciones protectoras durante la Guerra Civil. Y todo ello pese a la difícil vida política y social de la República y la sombra de la crisis económica de 1929.

De hecho, pocos días después de la proclamación de la República, Marcelino Domingo, ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes del Gobierno provisional, propuso al presidente Alcalá-Zamora la designación del historiador Ricardo de Orueta como director general de Bellas Artes, quien asumió, además, el cargo de inspector general del Tesoro Artístico. Varias fueron las medidas relativas a la conservación de patrimonio que el gobierno provisional adoptó en su breve existencia: un decreto de medidas urgentes sobre el Tesoro Artístico nacional y otro con normas para la conservación de obras de arte en peligro; la declaración masiva de monumentos en todo el ámbito del territorio nacional, y la creación de la figura del conservador general del Tesoro Artístico Nacional.

En el primer bienio republicano, hay que destacar la puesta en marcha de una política que suponía la aceptación institucional de administrar los bienes culturales, prosiguiendo con normalidad el funcionamiento tanto de la Junta Superior del Tesoro Artístico como de los arquitectos conservadores de zona, y la creación de un órgano superior consultivo denominado Consejo Nacional de Cultura. Pero la gran aportación fue la aprobación de la Ley sobre protección del Tesoro Artístico Nacional, que proporcionó el marco idóneo para la futura conservación. Durante el segundo bienio, junto a un destacable incremento de los presupuestos destinados a obras de restauración, pueden subrayarse la creación del Patronato de Conservación y Protección de Jardines Artísticos de España, —que nombró inspector general a Javier de Winthuysen—, y, con carácter local, la puesta en marcha de la Junta de Protección al Madrid Artístico, Histórico y Monumental, y del Patronato para la reconstrucción de la Catedral de Oviedo. No obstante, con el afán de controlar el presupuesto de la nación debido a la crisis económica imperante, fue suprimida la Dirección General de Bellas Artes.

A partir de febrero de 1936, el gobierno del Frente Popular restablecería la Dirección General, poniendo al frente otra vez a Ricardo de Orueta y manifestando, así, su voluntad de continuar la política ejercida entre 1931 y 1933. Los pocos meses de ejercicio del poder en condiciones de normalidad permitieron la aprobación del reglamento de la Ley de 1933 y el lanzamiento, mediante decreto, de un ambicioso plan de choque para obras de restauración —al margen de las operaciones de conservación cuya práctica se había difundido y normalizado entre los arquitectos conservadores—. Como es lógico, a partir de julio de 1936 todo quedó abandonado para llevar adelante una política extraordinaria de protección en un territorio dividido y sometido a las desastrosas consecuencias, personales y materiales, de la guerra.

Todo ello pudo llevarse a cabo por el trabajo de la Junta del Tesoro Artístico y el de los arquitectos conservadores. De la Junta cabe destacar al historiador Manuel Gómez-Moreno, y del colectivo de los arquitectos conservadores que trabajaron entre 1929 y 1936 no puede hablarse de un grupo homogéneo de pensamiento o de acción, pero sí de la conciencia de su compromiso con la cultura y de la voluntad de plasmar toda una nueva manera de abordar la conservación monumental, rigurosa, científica, validando documentalmente sus intervenciones, y destilando en su trabajo el fruto de décadas de avance en la historia de la arquitectura llevada a cabo por personas e instituciones que asumieron la responsabilidad de la conservación de los bienes culturales en España[1]. Todo ello la dotó de una profunda contemporaneidad. El trabajo de estos arquitectos fue de intensidad en la búsqueda y conocimiento del patrimonio a su cargo, y riguroso al llevar adelante estrictas operaciones de consolidación y conservación de manera tan radical que es difícil encontrar el denostado término de restauración en sus escritos[2]. En consecuencia, son las pequeñas obras de conservación que realizaron en el amplio territorio a su cargo las que representan tanto un abnegado y anónimo esfuerzo por atender un patrimonio que se reconocía cada vez más extenso, como una declaración de principios respecto a los objetivos prioritarios de la función pública del Estado y la aplicación de recursos con relación a la tutela del Tesoro Artístico.

Parece evidente que el período comprendido entre su nombramiento y finales de 1931, es decir, el asentamiento del nuevo régimen republicano, fue un tiempo de preparación en el que no cuajó una efectiva forma de trabajo sobre los monumentos, excepto en aquellos que tenían tareas encomendadas, como es el caso de Torres Balbás en la Alhambra, Martorell en la provincia de Barcelona o Ríos en Zaragoza. Fue, pues, durante los años que van de 1931 a 1936 donde desarrollaron una febril actividad y se llegaron a alcanzar quinientas intervenciones en seis años.

Todos ellos fueron destacados restauradores e investigadores. En el trabajo de Alejandro Ferrant sobresale el traslado y la restauración de la iglesia de San Pedro de la Nave (s. VIII/1930-1932), amenazada con desaparecer bajo un embalse hidráulico; la reparación de los daños sufridos por el patrimonio asturiano tras la Revolución de Octubre de 1934, entre ellos la voladura de la cámara santa de la Catedral de Oviedo (s.VIII-XV); y todo el conjunto de pequeñas reparaciones en los monumentos de su zona. De Teodoro Ríos deben subrayarse las reparaciones estructurales en los templos del Pilar (s.XVII/1929-1936) y de San Juan de los Panetes (s.XVI/1932-1933), de Zaragoza; en las bóvedas de la Catedral de Tudela (s.XII/1933) y en la iglesia de San Vicente de Sonsierra (s.XVI/1933-1934). A partir de 1933 le sustituiría Francisco Iñiguez, quien continuó sus trabajos y emprendió otros en el Monasterio de Santo Domingo de Silos (s.XI/1933-1935), el Castillo de Loarre (s.XI/1935) o la Catedral de Jaca (s.XII/1933-1935). Jerónimo Martorell llevó a cabo intervenciones en el Teatro romano de Sagunto (s.I/1931-1935), las murallas de Tarragona (s.III a.C./1931-1937) y el monasterio de Poblet (s.XII/1931-1933), consideradas ejemplares en las actitudes conservacionistas por su ausencia de recreación, por su carácter de mera consolidación y por su preocupación por el disfrute público. Emilio Moya, junto a importantes obras de conservación, dedicó buena parte de sus esfuerzos a la rehabilitación de monumentos para museos, como el Colegio de San Gregorio de Valladolid para el Museo Nacional de Escultura (s.XV/1932-1935), el Hospital de la Santa Cruz de Toledo para el Museo Arqueológico (s.XVI/1931-1936) y las Escuelas Menores de Salamanca para el Museo de Pinturas (s.XV/1934-1935). Pablo Gutiérrez fue, a petición propia, sustituido pronto por José Rodríguez Cano, quien trabajó en la Mezquita de Córdoba (s.VIII/1930-1936), las ruinas de Medina Azahara (s.X/1932-1936) y en el castillo e la iglesia de Almonaster la Real (s. X/1933). Finalmente, Leopoldo Torres Balbás, el más conocido de todos ellos por sus escritos e investigaciones, estuvo al frente de la Alhambra de Granada (s.XIII) entre 1923 y 1936, y ejecutó un complejo trabajo de recuperación del conjunto nazarí, al que debe añadirse su trabajo en otros monumentos granadinos como el Corral del Carbón (s.XIV/1929-1931), el Palacio de Daralhorra (s.XV/1930-1931) y la Alcazaba de Málaga (s.XI/1933-1936).

Pero todo el innovador proyecto que suponía el trabajo de los arquitectos conservadores, llevado a cabo bajo las directrices científicas de la Junta del Tesoro Artístico, quedaría interrumpido con la sublevación militar de 1936, que también afectó a su trayectoria personal y de grupo.

El período de la Guerra Civil debe considerarse, a todos los efectos, el de una situación extraordinaria: de un lado, las destrucciones habidas durante los primeros meses en las zonas bajo control de la República, cuando anarquistas y socialistas consideraron la sublevación militar fascista como el momento de conseguir el poder y organizar la sociedad siguiendo planteamientos revolucionarios. El asalto a iglesias, conventos y palacios, considerados como los odiados símbolos de los sublevados, provocó innumerables pérdidas. De otro lado, las acciones bélicas, sumadas a los ataques aéreos, realizadas por los militares sublevados (Madrid, Barcelona, Guernica, etc.), completan un panorama desolador.

Ya no se trataba de llevar a cabo acciones de conservación, sino de protección y recuperación de un patrimonio en peligro, algo que adquiere relevancia visto lo ocurrido en otros países al estallar la Guerra Mundial. Cuando el gobierno republicano logró controlar la situación política, serían los comunistas, más organizados y sensibilizados con el patrimonio cultural, quienes se encargarían de crear y dirigir las instituciones responsables de las acciones prioritarias: custodiar los monumentos, evacuar obras de arte de zonas en peligro, recuperar las que se encontraban en poder de organizaciones obreras y políticas, y conseguir el control exclusivo de la defensa del patrimonio. Para ello el Gobierno creó, en abril de 1937, la Junta Central del Tesoro Artístico y la Junta Delegada del Tesoro Artístico, donde se integraron aquellos que habían tenido responsabilidades en la conservación del patrimonio en años anteriores, como los arquitectos que, en el momento del golpe militar, se encontraban en zona republicana. La odisea del traslado de las obras de arte del Museo Nacional del Prado y del Museo Arqueológico Nacional desde Madrid a Valencia, después Barcelona y finalmente a Ginebra es un episodio que muestra la grandeza de todos los que se dedicaron a ella en momentos de peligro.

Del lado de los vencedores, una cuestión nació cuando la Guerra estaba acabando: la necesidad de constituir una historia oficial que legitimara lo realizado, ocultara lo que no interesaba y tergiversara lo que no debía ser ambiguo, es decir, las destrucciones y la dispersión del patrimonio. El papel de la República debía ser anulado y, en contraste, dar protagonismo a la actuación de los mandos nacionalistas. Y a ello se dedicaron desde el Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional.

Los textos publicados por el nuevo estado fascista trataron de establecer tesis/antitesis en el tratamiento del patrimonio desde cada uno de los bandos:

-La destrucción del patrimonio fue un fenómeno consustancial a la República, y arrancó desde su misma proclamación. Las pérdidas producidas durante las crisis de 1931, 1934 y la Guerra Civil así lo demuestran. Por contra, el nuevo régimen se preocupó de su protección desde el primer instante del conflicto bélico.

-El único interés de la República fue económico, hecho patente en su diáspora y salida del territorio nacional, con el que no se pretendió proteger el patrimonio sino apropiarse de él, poniéndolo así en peligro. El valor simbólico para la nación y su consideración como seña de identidad de los valores de la raza fueron exclusivos del bando nacionalista, que incluso en plena Guerra llevó a cabo restauraciones en distintos monumentos, mientras que los republicanos los destruían o los ponían en peligro.

-La incapacidad del gobierno republicano para ejercer una responsable protección ante las descontroladas acciones de partidos y sindicatos se encontraba en el extremo de la comunión de intereses entre el ejército nacionalista y los responsables de patrimonio, y en este sentido, el general Franco era considerado “el propulsor máximo de la cultura patria”. Todas las explicaciones contrarias a esa realidad debían ser consideradas acciones de propaganda que perseguían despertar la simpatía internacional de aquellos que compartían la misma deplorable razón democrática que la República.

-Si en zona republicana se ejerció alguna labor de salvaguardia fue debida a la acción de nacionalistas infiltrados en la Junta del Tesoro Artístico, que, respondiendo a patrióticos fines, contradijeron las órdenes del Gobierno de la República y pusieron su vida en peligro. Esta tesis pretendía desacreditar la labor de muchos implicados en la protección del patrimonio, apropiarse de ella y dejar una sombra de duda sobre las intenciones de todos ellos.

-Y, finalmente,  las destrucciones que el ejército nacionalista había provocado durante el conflicto, bien fueron silenciadas o justificadas como situaciones heroicas o, en el caso de Guernica, transferidas cínicamente a los republicanos, que la habían destruido en su huída.

Finalizaba una etapa ante todo rica en compromisos y debía comenzar otra de “normalidad”. Los esfuerzos que la República había llevado a cabo en materia de patrimonio, salvo la Ley del Tesoro Artístico de 1933, que quedó vigente hasta 1985, fueron enterrados en el silencio y borrados de la memoria colectiva.


[1] Es el caso de instituciones como el Centro de Estudios Históricos y el Institut d’Estudis Catalans, y de intelectuales como el escritor Ramón María del Valle-Inclán o los historiadores Manuel Bartolomé Cossío y Elías Tormo, entre muchos otros.

[2] ESTEBAN, Julián: La conservación del patrimonio español durante la II República (1931-1939), Barcelona: Fundación Caja de Arquitectos, 2007.